Humanización de la muerte
La fiel compañera de nuestra existencia, no sólo se manifiesta en las sombras de lo inevitable, sino que a veces se acerca, envolviéndonos en la pérdida de seres queridos y desencadenando olas de perplejidad y reflexión. En esos momentos críticos, la muerte nos recuerda las dimensiones más humanas de la vida y su capacidad de unirnos a través del dolor compartido.
Hans-Georg Gadamer, en un análisis magistral, desvela la transformación contemporánea que ha relegado la presencia de la muerte a una mera reducción pragmática. Las comunidades ya no se paralizan ante cortejos fúnebres, los lamentos públicos han sido silenciados, y los días de vestir de negro como señal de duelo parecen pertenecer a una época distante. Los rituales religiosos han perdido su profundidad, convirtiéndose en formalidades sociales, mientras que el tratamiento de los restos mortales ha caído en manos de la maquinaria industrial de las casas funerarias, con sus procesos, eficiencias y resultados, junto con la comercialización desalmada de objetos y servicios asociados.
Cuando la muerte emerge, desata dolor y derriba las barreras para expresar el amor. En este sentido, la muerte se convierte en una experiencia trascendental para los sobrevivientes. La tecnificación de la muerte, evidente en los sistemas de salud, se ve matizada por el rostro humano de médicos y trabajadores de la salud, que buscan, tal vez inconscientemente, inyectar un destello de humanidad en medio del dolor, desafiando la frialdad científica inherente.
La muerte, cuando se manifiesta de manera genuina, agita los sentimientos más profundos de amor al prójimo, recuperando parte de la dignidad mortuoria que solía impregnar ceremonias milenarias. Estos rituales siempre recordaron el límite entre la efímera existencia y la idea sobrenatural, un componente intrínseco en la mayoría de los ritos religiosos.
Sin embargo, la muerte, en su esencia más profunda, trasciende el mero envoltorio material que queda entre los sobrevivientes, llevándonos al abismo existencial donde, como expresó Tolstoi, la confusión reina y la pregunta sobre qué hacer se torna inquietante. Este hecho grandioso e implacable nos empuja hacia el silencio inevitable, hacia la aceptación de lo inefable.
Es en el rostro de aquellos que comparten el duelo y en la suave sensación de recogimiento, en los sentimientos más profundos del amor hacia los demás, donde la muerte se humaniza. Este acto no sólo honra a los que partieron, sino que también nos desafía a abrazar nuestra propia humanidad en el delicado equilibrio entre la vida y la muerte. En este contexto, resonando con la filosofía de Wittgenstein, se hace eco la frase: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”. Un silencio pacífico que se erige como el tributo de los justos, invitándonos a confrontar la muerte con humanidad y dignidad.
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