El placer mutuo y recíproco
La lectura de Señor y Perro (Plaza & Janés, 1979) de Thomas Mann, una novela corta escrita en 1919 a finales de la Primera Guerra Mundial, me ha provocado una gran satisfacción y he disfrutado de los detalles en la vida cotidiana con la mascota.
Sin complicación alguna retrata la relación que tiene con su perro Bauschan desde que el narrador lo compró para sus hijos y él se convirtió en el alfa-patrón, con quien establece lazos que perduran y son notables en su vida.
Thomas Mann demuestra su maestría y dominio de la escritura, pues todo parece que puede escribir de lo que quiera y lo leemos sin perder la atención, esbozando sonrisas de complicidad todo el tiempo, como cuando describe lo que hace su perro desde que oye el chiflido y sabe que van a salir a caminar; entonces, Bauschan corre apresurado, tanto, que casi tira a su patrón, moviendo la cola, girando sobre sí mismo y expresando así, el placer de salir.
Sabemos que ese placer es mutuo y recíproco y, por eso, recordé cuando tuvimos en la otra vida a Tomás, un Skye Terrier que me despertaba para irnos a caminar a los Viveros de Coyoacán, cuando todavía se podía entrar con perros: lo soltaba y se iba corriendo por delante, cosa nada difícil dado el trote de su patrón. Veía cómo iba y regresaba, olía y meaba una y otra vez, como si su vida tuviera sentido con esa salida por la mañana, más que suficiente para aguantar su soledad el resto del día. Se llamaba Tomás, no porque hubiera leído el libro de Mann, sino, porque había un periodista que se llamaba Tomás Perrín y, por eso, usamos el nombre de pila, inspirados en el apellido.
El perro de Thomas Mann se llama Bauschan y es un pointer, un perdiguero alemán de pelo corto que adquiere vida en esta creación literaria producto del genio del escritor, así como, del recogimiento, “humildad y silencio, no tanto del barullo del ágora, ni de los encontronazos de la cambiante política del día”, como dice Brachfeld en el Prólogo de esta obra, en donde Mann describe la vida con una mascota “con gran concentración del alma y una minuciosa observación.”
Disfruté su lectura como hacía tiempo que no lo hacía. Cubre todos los aspectos de la vida de esa mascota desde que la trajeron a casa. Tal vez por eso, salió a la luz esto que estaba soterrado y que ahora lo pongo sobre la mesa para poder seguir caminando ligero: cuando salí de casa en 1980 descuidé la despedida con Tomás. No lo consideré lo suficiente, ocupado como estaba por otras cosas. Pocos meses después, me enteré que lo habían atropellado frente a la casa. Me atraganté de pena y culpa. Hasta ahora, gracias al libro de Thomas Mann, pude ventilar ese dolor y la culpa correspondiente, para que deje de seguir punzando en esa esquina del corazón.
Compartimos con Bauschan su valemadrismo cuando falla en la cacería de la liebre cuando está a punto de atraparla corriendo, feliz de ejercer su naturaleza como buen pointer, justo cuando la liebre gira noventa grados en plena carrera, al tiempo que Bauschan caía sobre ella sorprendido de no encontrar nada; se le había escapado, muerta de la risa, de las garras del perdiguero alemán.
Nos duele cuando se enferma (el perro, no el narrador) y se queda días en una clínica. Su dueño lo extraña, como extrañamos a Luna cuando viajamos. Luna está con nosotros desde hace años. Se trata de una monísima French puddle mini-toy que heredamos y que, después de esta lectura, la volteo a ver con otros ojos, apesadumbrado por saber los años que tiene.
Las únicas salidas que he hecho durante el año y pico que llevamos confinados, ha sido con ella para sacarla a pasear por el barrio solitario, seguro que sabe que el placer es mutuo y recíproco.
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