Ideas

El ángel exterminador o el exterminio del ángel

Hemos alcanzado tal grado de polarización que nos despedazamos a la menor oportunidad. Cualquier tema es pretexto para intercambiar juicios sumarios y memes atroces. El desencanto y la exasperación se han convertido en campo fértil para el linchamiento y la crucifixión. El que no piensa como yo termina siendo inexorablemente un imbécil, un resentido o un corrupto.

La marcha en protesta por los feminicidios, que culminó con las pintadas del Ángel de la Independencia, sacó lo mejor y lo peor de la opinión pública, las redes sociales y la comentocracia. Incondicionales muestras de solidaridad para las víctimas de este abominable crimen, pero también preocupantes expresiones de  intolerancia y descalificación para todo aquél a quien se considere que no está a la altura de esta solidaridad.

Es obvio decir que la necesidad de poner un alto al asesinato de mujeres es un sentimiento unánimemente compartido. Todos tenemos hijas, sobrinas o hermanas que temen por su vida por el simple hecho de salir a la calle. No puedo imaginarme un dolor más grande que la impotencia de un padre o una madre al enterarse de la muerte de una hija y saber que en sus últimas horas sufrió vejaciones y torturas indescriptibles.

Pero esa unanimidad dejó de existir cuando se informó de los daños sufridos por el Ángel. Algunas voces se alzaron para objetar el derecho por parte de los manifestantes a lastimar un monumento que es patrimonio de todos. Muchas otras salieron en defensa del derecho de expresar una rabia que ya no se contiene en mantas y lemas y no hacen mella en las autoridades. Las dos partes se enzarzaron en descalificaciones mutuas que, en los casos más extremos, dieron lugar a epítetos como feminazis, de un lado, y reaccionarios y misóginos,  del otro.

En lo personal encuentro que ambas partes esgrimen argumentos pertinentes y atendibles; es un tema doloroso que entraña una enorme carga subjetiva y nos obliga a mirar dos veces antes de precipitar un juicio sumario y descalificador.

Por un lado, son comprensibles las razones de quienes afirman que las vidas son más importantes que las piedras, que el carácter abominable de este crimen exige un llamado de atención de esa magnitud, que quizá solo así las autoridades y la sociedad en su conjunto harán algo más de lo que han intentado sin resultados. Lo que dicen tiene sentido: mientras duren, las pintas en el Ángel serán un recuerdo visible y cotidiano de la infamia que tiene lugar allá donde no llega la mirada.

Pero también son comprensibles los argumentos de aquellos que externan su preocupación por el hecho de que la rabia ante una infamia nos conduzca a legitimar el daño o la destrucción del patrimonio común haciendo pagar “a justos por pecadores”. Los padres de los 43 desaparecidos de Ayotzinapa quemaron la puerta de Palacio Nacional hace unos meses y resulta difícil recriminárselos. El problema, dicen los críticos, es que cada grupo de manifestantes considera que su lucha es igualmente vital y decisiva. La comunidad que carece de agua desde hace meses, los padres de los hijos calcinados en una guardería, los vecinos acosados sistemáticamente por policías y ladrones.

He visto estos días columnas de intelectuales, normalmente feroces críticos con todo lo que atente contra el estado de derecho, que ahora justifican el daño al Ángel en razón de un imperativo moral de orden superior. Y quizá tengan razón, pero entonces habría que pedirles que extendieran esa solidaridad a las muestras de exasperación por la pobreza extrema, por el despojo impune contra una comunidad. En ese sentido, entramos en un terreno pantanoso. Cómo y quién ejercería el papel de juez capaz de calificar lo que moralmente es aceptable. Las vidas siempre serán más importantes que las piedras. ¿Dónde detenernos?

Honestamente no lo sé. Porque en efecto, las vidas son más importantes que las piedras; pero hay tan poco y falta tanto que también tendríamos que cuidar las piedras. Es cierto que aquí no hay justos de un lado y pecadores del otro. Por omisión o desinterés todos somos cómplices de lo que ha producido la pobreza extrema, la falta de estado de derecho, la impunidad en la desaparición de hijas y hermanas de otros mientras cada cual seguíamos con nuestras vidas. A nadie nos gusta quedar atorados en un embotellamiento provocado por un grupo desesperado por la falta de resultados. Pero también podemos imaginarnos haciendo lo que haya que hacer cuando la tragedia se cebe sobre alguno de los nuestros.

No hay respuestas fáciles. Podríamos comenzar por entender que en una sociedad acosada por la violencia y cargada de tantos agravios, lo menos que podemos hacer es escuchar las razones de los otros antes de descargar la guadaña de nuestra propia cerrazón o asumir que nuestra indignación moral es superior a la de otros simplemente por ser nuestra.

@jorgezepedap

www.jorgezepedap.net

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