Los hijos del Presidente
Las palabras pesan, pero sobre todo cobran factura. Aquel memorándum de la Presidencia pidiendo, exigiendo a los secretarios de Estado que no atendieran recomendaciones de nadie, ni de sus hijos, y el discurso de toma de protesta cuando dijo que sólo respondía por su hijo menor, Jesús Ernesto, porque era menor de edad, retumban como un eco fantasmal en Palacio Nacional. La frase lapidaria de que el Presidente está enterado de todos los negocios que se hacen en el Gobierno se revierte como un bumerán. Los hijos de López Obrador son hoy su principal problema.
Veámoslo por el lado pragmático: no hay manera de meter a los hijos a la operación política sin que ello tenga un costo. Los tres hijos mayores del Presidente, los López Beltrán, estuvieron involucrados en la campaña del 2018. Los tres acabaron metiendo recomendados en el Gobierno. Los dos mayores, José Ramón y Andrés Manuel, están ahora en escándalos de corrupción.
El caso de José Ramón va mucho más allá de la Casa Gris y ahora la Casa de Coyoacán, propiedad de una asistente de la directora del periódico La Jornada y comadre del Presidente, Carmen Lira. Independientemente de que le gusta vivir en casas prestadas, lo que reveló el escándalo de la Casa Gris fue una compleja trama de tráfico de influencias para otorgar contratos de Pemex y para financiar las campañas, como lo mostró Raúl Olmos en el reportaje convertido en libro “La Casa Gris”. Está muy lejos de ser, como se le caricaturiza, un mantenido: es un operador político.
Andrés Manuel, o “Andy”, como se le conoce en los círculos cercanos al poder, es el más activo y el que más influencia tiene en la estructura gubernamental. Lo que reveló el reportaje de Latinus es una red de amigos “Andy” que ganan licitaciones millonarias haciendo exactamente las mismas transas que tanto ha criticado y perseguido el Presidente. No cuidaron ni la más elemental de las simulaciones, que es poner al menos diferentes domicilios a las empresas que van a servir de fachada en los concursos.
A los hijos del Presidente no les gusta la austeridad. Nunca les ha gustado. Y está bien. Cómo cualquier ciudadano tienen derecho a gastar como se les antoje y a tener amigos que les presten casas, los invitan de viaje, los pongan en nómina sin trabajar, etcétera. A lo que no tienen derecho es al influyentismo ni a la ingenuidad. Su vida privada termina en el momento en que operan decisiones públicas que involucran presupuesto y los amigos dejan de ser solamente amigos cuando se benefician de contratos de Gobierno.
El Presidente no tiene un problema, tiene dos y quizá pronto nos enteremos de que tiene tres. El discurso de combate a la corrupción se derrumba como un castillo de naipes cuando sus hijos aparecen como vulgares traficantes de influencias.
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