La mayoría quiere un cambio. Es la frase que se repite en muchas partes del mundo. La disyuntiva entre continuar inercialmente o emprender un cambio disruptivo ha sido un dilema recurrente en el ejercicio del poder. La democracia, con sus mecanismos de control y equilibrio, ha complejizado aún más la implementación de transformaciones estructurales, al imponer limitaciones destinadas a evitar la concentración del poder que podría amenazar los principios fundamentales de la legitimidad basada en la participación ciudadana. La tensión entre el cambio y respeto a los derechos se convierte en parte del debate democrático cuando se opta por el cambio disruptivo.En contraste, los regímenes autocráticos carecen de estos contrapesos, lo que les permite ejecutar cambios disruptivos de manera más rápida e, incluso, aparentemente menos costosa. En un contexto de competencia geopolítica, estas naciones pueden aprovechar su flexibilidad para implementar transformaciones que les otorgan ventajas frente a las democracias liberales. En las últimas décadas, hemos sido testigos de profundas transformaciones en países con escasos contrapesos democráticos, siendo China el caso más evidente. Estas reformas han producido resultados positivos en ámbitos como la economía, la tecnología y la carrera armamentista, aunque han generado retrocesos significativos en el ejercicio de las libertades individuales.Por otro lado, las democracias occidentales, como las de Estados Unidos, Europa y Japón, han visto disminuir su influencia global. Estas sociedades han enfrentado crisis económicas, financieras y de salud pública que han alimentado el descontento ciudadano. Este descontento trasciende las administraciones específicas y se dirige, en muchos casos, contra un modelo de gobierno percibido como anticuado, ineficiente y corrupto. Frente a este panorama, han emergido liderazgos que promueven cambios disruptivos, apelando a valores tradicionales o a promesas de transformación radical.Ejemplos abundan. En Rusia, Vladimir Putin ha utilizado una narrativa basada en la recuperación de los valores tradicionales, con un énfasis en la religión ortodoxa y el rechazo a políticas de apertura e inclusión, logrando un amplio respaldo popular. En Europa, movimientos populistas han capitalizado el temor a la migración y su supuesto impacto en la identidad nacional, obteniendo éxitos electorales en países como Italia y Hungría, y ganando terreno en el Reino Unido, Alemania y Francia. En México, la elección de 2018 representó una ola de respaldo popular a un cambio de modelo político que logró una legitimidad democrática sin precedentes, ratificada en la elección de la Presidenta Claudia Sheimbaum.Estos movimientos, aunque diversos en sus objetivos y ubicaciones ideológicas, comparten una característica esencial: la decisión de romper con la inercia y optar por cambios disruptivos. Desde la izquierda, Gustavo Petro en Colombia ha enfrentado dificultades para implementar su visión transformadora, mientras que en Argentina, Javier Milei ha planteado un enfoque radicalmente distinto. Ambos, como muchos otros líderes de esta ola de cambio, sin embargo, coinciden en rechazar la gradualidad inercial como estrategia.En el plano internacional, China ha llevado los cambios disruptivos más allá de sus fronteras, transformando estructuras externas mediante acciones económicas, militares y políticas. La estrategia de Xi Jinping busca consolidar la influencia china en el escenario global, un enfoque que también ha sido adoptado, aunque en menor medida, por Rusia. En contraste, Estados Unidos enfrenta ahora el reto de redefinir su papel global. Bajo el liderazgo de Donald Trump, se han planteado cambios estructurales tanto a nivel interno como en su relación con el mundo, con el objetivo de contrarrestar la creciente influencia de China.En este contexto, México y Estados Unidos se encuentran en una encrucijada histórica. Ambos países enfrentan presiones económicas y de seguridad derivadas de las dinámicas del juego global, pero también de los ajustes internos necesarios para fortalecer el bloque de Norteamérica. Estos cambios, impulsados por movimientos políticos y sociales, reflejan una época de transformaciones profundas que exigen respuestas audaces y fundamentadas en una visión de largo plazo.En un mundo en constante cambio, las democracias deben encontrar un equilibrio entre la legitimidad que emana de sus principios y la necesidad de adaptarse a los retos globales. El futuro dependerá de su capacidad para innovar sin comprometer los valores que las definen.