Diario de un espectador
Atmosféricas. El rojizo resplandor sigue en Madrid. Misteriosísimamente, también el rojizo resplandor alumbra ahora el jardín. Los pájaros cantan su regreso...
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Umbrales. Dos arcos como dos pechos de mujer, una escalinata que es su vientre. Su sexo se esconde en la penumbra. Nadie lo dice, pero la arquitectura puede ser infinitamente erótica, devastadora en su potencia sensual, aunque se trate del acceso -es el caso- a un convento. El sexo es un triángulo de terciopelo de un verde dulcísimo, de pura seda finísima, que hace llorar de rabia y deseo a quien llega. Y de gozo: tal es la más alta misión de la arquitectura. Hacer, por años, añorar ciertos lugares, rifarse en la obsesión por un patio perdido en la Toscana o en Oaxaca, jugarse la vida porque perduren. Tal es el caso de una casa en Tacubaya o en la Bella Airosa. La foto es de M A. It was long ago, far away, in another country, and besides the wench is dead.
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Un poema que es como un abrazo, recibido desde la región lacustre, impregnado del olor de los jazmines, cruzado por el paso de los patos enamorados, cribado por perros furiosos. Lo manda Jorge Esquinca, y es de Elsa Molina. Es absolutamente maravilloso, y dice
EL ÁNGEL DE LO DIMINUTO
El ángel de lo diminuto sueña
en pequeño. Vive en el ojo
de una aguja de coser.
La aguja está en una lata que fue
de galletas. La lata, en un cajón.
El cajón en un mueble de la casa.
Antes de dormirse, en el capullo
de su oscuridad, enciende en la noche
un cigarrillo para ver el hilo
de humo rodar más allá del delgado
óvalo de acero que es su morada
y la ínfima brasa y a sí mismo
como si estuviera al borde del tiempo.
En el otro borde, el mundo y sus cosas
terribles pasan todo el tiempo, deja
a veces niños muertos en la arena.
Cosas que, aun para su eternidad
de ángel son monstruosas y se ciernen
sobre las ciudades caparazones
de los hombres y mujeres a quienes
ha visto deformarse de dolor
de ira, de espanto, de aburrimiento.
A fuerza de impotencia ahora es
un artista contemplativo, que une
lo útil a lo agradable: el humo
y un dolor que piensa pero no siente.
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Quien alguna vez ha navegado por el Mar Tirreno jamás lo puede olvidar. El recuerdo de sus aguas color de vino lo perseguirá toda la vida. Su extraña forma triangular hace que siempre su horizonte sea distinto, que los marineros más expertos se extravíen fácilmente. Allí los marineros caen de la gracia del mar, de unos ojos…ah, Alí. Nomás queda entonces cantar la más amarga palinodia, buscar en vano alguna sirena caritativa y hospitalaria. Pero la orilla del Mar Tirreno siempre queda lejos, y en la orilla, de cualquier manera, la princesa, cansada de esperar, ya se fue. Así que lo único posible es buscar unos riscos apropiados para propiciar el naufragio y acabar con el tormento de tanta noche en blanco. Como en el tobogán mismo de la desventura.
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Otro envío vital, maravilloso. Este de Martín Casillas de Alba:
“¿Es éste el rostro que lanzó mil navíos y puso fuego a las altas torres de Troya? ¡Dulce Helena, dame la inmortalidad con un beso!”, como pedía Fausto, en la obra de Christopher Marlowe, antes de darse cuenta de que su “alma se apega a tus labios y escapa de mí. ¡Ven, Helena, ven! Devuélvemela.”
“Aquí me he de quedar, pues el cielo son tus labios y todo lo demás, si no es Helena, es polvo. Yo seré Paris y por tu amor no será saqueada Troya, sino Wittenberg”. Sigue la navegación por el Mar Tirreno, pues.
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El chango y la máquina de escribir y Shakespeare y la creación del mundo. Parece complicado, casi heroico, ser ateo después de los últimos descubrimientos de la ciencia. Dice un astrónomo que, parece, es premio Nobel, que la probabilidad de que el universo se haya creado él solo es igual a la de que un chango, sentado frente a una máquina de escribir, transcriba de memoria la obra completa de Shakespeare sin equivocarse ni en una coma. Alejandro Zohn, tan entrañable amigo, tan alto arquitecto, por ejemplo, era ateo. Heroicamente ateo, después de haber abandonado de tajo la fe de sus mayores. Seguramente siga muy sorprendido en el cielo, levantando paraboloides hiperbólicos de un concreto levísimo para mayor gloria de Dios.
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La fiesta de las ninfas. Lolitas de pura lumbre purísima e inocente bailan en el jardín. Algunos adolescentes introducen de contrabando cuatro, cinco, botellas de licor. Los muchachos lo hacen en pura defensa propia. Sólo la embriaguez los podrá salvar de la destrucción ejercida por pechos diminutos y recientes, por sonrisas que son el puñal y son el veneno. Es, entre tantos lados, la historia del Club de Yates. Y el delirio sigue, camina de generación en generación por los siglos de los siglos.
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Bloqueado. Como un perro encerrado en lo oscuro. Nomás queda aullar a la nada, esperar a que el embargo cibernético cese, aspirar vagamente a ser perdonado, a recobrar la gracia del mar...