Diario de un espectador
Atmosféricas. Ruedan las tormentas sobre el cielo cambiante. El temporal amaciza su poderío mientras los campos retoñan. Los destellos de los nuevos verdes cubren las calles fatigadas, y rueda el verano. Los pájaros avivan sus vuelos, y sus trayectorias alegres trazan sobre el jardín un entramado de precisas intenciones. Las aves se muestran más confiadas, y sus pasos son más próximos ahora. El gato vigila las operaciones desde la majestad de su dominio, muy pendiente de los alborotados embates del joven can.
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La estación es propicia para los regresos. De otros cielos llegan los viajeros con el cargamento de un año cumplido. Viene ahora el recuento de los meses, de los afanes que a lo largo del tiempo se anudan y fructifican. Noticias del transcurso, señales del avance victorioso a través de las jornadas minuciosas o raudas. Cada uno lleva la cuenta de los días, la suma de lo que a través del viaje se gana y se pierde.
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Sobre el tapete verde rodaban las cavilaciones, y el señor que ya no está proseguía el tranquilo discurrir de las tardes. Un humo azulado levantaba sus vuelos, las hileras de libros se esfumaban levemente. El solitario iba encontrando las respuestas, y el reloj puntuaba los certeros movimientos. Años y días, barcos que se alejaban, galopes sobre la pradera, los niños que crecían en medio de una felicidad que la ventura traía. Largas las lecturas, el resplandor de lo que vendría como una fiel ancla. Un velero de velas muy blancas cruzaba frente a la orilla. La casa iba encontrando sus posiciones, tal las hileras de cartas que pacientemente se alineaban.
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Canciones inventadas. Un título que el azar trae a la memoria dispara las asociaciones, señala los retazos de un presente esplendoroso que la Providencia depara. Es el caso de una composición de Roxy Music que se llama Cuando ella entra en el cuarto. Señales inconfundibles de un largo pasado que regresa./ Los navíos sobre la costa dejan estelas hace mucho conocidas/ y sus trazos forman la cara de unas vidas que fueron./ El rojizo resplandor reconoce un país que muchas generaciones vivieron./ Y entra en el cuarto asombrado./ Desde allí pueden verse las calles misteriosamente familiares/ los gestos que las gentes cumplieron a través de los siglos./ Ella llega al cuarto y de repente el aire es más claro/ las luces se vuelven más diáfanas/ y una serenidad imprevista y un clamor de gozo/ sostienen a la mañana que se alza.
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Aeropuertos de madrugada. El cansancio marca las caras de los que regresan, las promesas animan el gesto de quienes comienzan el trayecto. La máquina de las despedidas y los reencuentros sigue su marcha. Procesos que se cumplen, trámites realizados. Los aviones se aproximan, otras luces se alejan. Sus sonidos componen una irrepetible velada cuyos saldos se esparcen ahora sobre las rutas retomadas.
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Recorrer los caminos del entrañable Julio Verne es reencontrar algunas de las jornadas más intensas que la infancia conoció. Minuciosas descripciones de puertos, ciudades y paisajes, las estepas de Rusia en el recorrido por cumplir, las veinte mil leguas que el navío cruzaba, los días contados para dar la vuelta al mundo. Ir encontrando los caminos, reconociendo los personajes, situando las tramas intrincadas y, sin embargo, tan coherentes en su cúmulo de sorpresas. Los viajes así efectuados forman un humus indistinguible ahora de los propios recuerdos, vienen a sumar sus peripecias al andar de los años.
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Eduardo Lizalde, uno de los grandes poetas vivos de México, cumplió por estos días noventa años. En homenaje al gran Tigre va la transcripción de uno de sus zarpazos más entrañables y duraderos.
El cepo
Vacía la trampa de oro,
sobredorada -el oro sobre el oro-,
de esperar inútilmente al tigre.
Oro en el oro, el tigre.
Incrustación de carne en furia, el tigre.
Mina de horror. Llaga fosforescente
que atraviesa la sangre
como el pez o la flecha.
Rastro de sol.
La selva se ilumina, abre sus ojos
para ver pasar la luz del tigre.
Y a su paso, Midas, las hojas, ojos
flores desprevenidas,
crótalos dormidos,
ramas a punto de nacer,
libélulas doradas de por sí,
gemidos de cachorros,
se doran, se platinan.
Y el tigre pasa,
frente a la trampa absorta,
amada,
y la trampa lo mira, dorándose, pasar;
la fiera huele acaso
la insolente carnada convertida en rubí,
lame sus brillos secos de aparente jugo,
pisa en vano el aterido resorte de cristal o nácar
del cepo inerme ahora.
Escapa el tigre
y la trampa se queda
como la boca de oro
de niño frente al mar.
jpalomar@informador.com.mx