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Descenso a la tiranía

El descenso a la tiranía en México se está cumpliendo con la frialdad de los movimientos de un robot. Para los demócratas este proceso es escalofriante porque, por la vía de la intolerancia, una minoría con pretensiones totalitarias está imponiendo un régimen autoritario en México.

Todo comenzó realmente antes de la elección del 2024, con el establecimiento de un movimiento con una ideología claramente antidemocrática que se hizo llamar Morena,  un nombre que hace alusión al color de piel de las personas y que utiliza la religión demagógicamente. 

En las pasadas elecciones del 2 de junio, la coalición oficialista había hecho una campaña caracterizada por fraudulentas intervenciones del Presidente que quedaron registradas como violaciones al proceso electoral por el INE. En ningún caso se trató de una competencia equitativa. El oficialismo presionó después a Consejeros del INE y Magistrados del TEPJF, y obtuvo una asignación excesiva de legisladores plurinominales, en proporción desfasada de su votación real, generándose una mayoría artificial en las Cámaras. Posteriormente, mediante una tramposa alquimia electoral y coaccionando legisladores, el oficialismo obtuvo una mayoría calificada en el Congreso suficiente para cambiar la Constitución sin tener que negociar con la oposición. Antes el Presidente saliente ya había anunciado unas reformas que, en su conjunto, liquidan el pacto democrático, republicano y liberal en México. Quizás el pilar de estas reformas regresivas sea la que tiene que ver con el poder judicial y su autonomía. 

Fue así que llegamos al 30 de octubre pasado, donde la mayoría artificial de Morena y aliados aprobó el dictamen de reforma a los artículos 105 y 107 de la Constitución denominados por el oficialismo de supremacía constitucional. La idea es que el poder judicial y, en particular, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, no pueda revisar la constitucionalidad de cambios al texto constitucional introducidos por el Congreso, ultimando una de las atribuciones más importantes de nuestro sistema de impartición de justicia. Hay que decir que el oficialismo ni siquiera permitió una discusión profunda del contenido del dictamen de marras y violentó todas las normas parlamentarias. Después, y en menos de 24 horas, sin observar las leyes orgánicas de los congresos locales, y mucho menos debate alguno de por medio, las Legislaturas estatales con mayoría oficialista aprobaron fríamente la misma reforma constitucional para lograr que se declarase formalmente concluida antes de terminar el mes de octubre.

La modificación constitucional tiene gravísimas implicaciones de corto y largo plazo. Por un lado, en lo inmediato, estaría privando a la Suprema Corte de Justicia de la atribución para declarar la invalidez de la reforma constitucional denominada “Reforma Judicial”, que ha implicado la cesación general de todos los jueces y magistrados federales para iniciar un proceso de elección popular de nuevas personas juzgadoras en el ámbito federal. Como es sabido, el máximo tribunal se apresta a resolver varios medios de impugnación sobre ese delicado asunto la primera semana de noviembre. Pero lo más grave tiene que ver con el largo plazo. En efecto, con la reforma a los artículos 105 y 107 se estaría eliminando la facultad del tribunal constitucional para revisar en lo futuro cualquier reforma o adición a la Constitución, aunque implicase una flagrante violación a los principios fundamentales establecidos en la Carta Magna por el Constituyente de 1917. Es tan pernicioso el cambio que incluso una eventual modificación constitucional aprobada por el oficialismo o, en el futuro, cualquier otro régimen que eliminase la democracia electoral, el federalismo, la división de poderes, las libertades individuales, los derechos de propiedad o los derechos sociales, escaparía a la posibilidad de ser invalidado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Esto implica un descenso autoritario de México, donde una sola voluntad, la de quien esté al frente del gobierno, puede, por sí misma, alterar en forma despótica el rumbo y perfil del País y, cual sátrapa moderno, decidir sin límites sobre la vida y destino de todos los que integramos la Nación. Oponernos a esto es un deber.

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