Chispas y cenizas
Es difícil construir una historia serena de un amor fracasado: no nos reconocemos en quienes fuimos, no nos entendemos
Once años. No parece mucho tiempo, la verdad. Pero para algunos puede ser una existencia entera. Digo esto a raíz de la ruptura de Sara Carbonero e Iker Casillas. Once años desde aquel beso público y glorioso en el Mundial, un momento de mágica intimidad que compartimos todos. Estando como estábamos en la oscuridad de la crisis económica, la victoria fue un alivio y el beso un estallido de luz. Tan guapos, tan jóvenes, tan felices. Era imposible no identificarse con ellos en aquel instante. No reconocer, en su alegría, alguna situación parecida en tu propia vida. El chisporroteo del enamoramiento primerizo, el embeleso, el deseo generoso de entregarte al otro, el convencimiento de estar empezando algo que será para siempre. Porque la pasión amorosa te saca de ti mismo, y al hacerlo te saca también del tiempo y de tu propia muerte, que te espera enroscada en la barriga. En el primer golpe del amor eres eterno.
Sí, era imposible no reconocerse en aquella emoción arrebatadora, pero, a poco que hayas vivido, también es imposible no identificarse con la melancolía de la ruptura. ¿Quién no ha visto cómo se apaga una pasión? Cuanto mayor soy, más extraña me parece esa pulsión sentimental capaz de pasar del todo a la nada en dos parpadeos. Decía Schopenhauer que el amor no es más que un truco, un espejismo, un engaño febril al que nos someten los genes para lograr reproducirse. De modo que los genes serían unos magos tan formidables que dejarían a David Copperfield en pañales: me parece más fácil hacer desaparecer la estatua de la Libertad que borrar de un plumazo el proyecto completo de tu vida y hacer que quien ayer te parecía tan esencial como el oxígeno hoy te sobre y te zozobre. No todos los amores se terminan, por fortuna; algunos tienen la capacidad de transformarse y convertirse en algo más real, incluso mejor, hasta crecedero. Pero no cabe duda de que en el centro de toda pasión tictaquea el tiempo, y el tiempo es un monstruo de apetito voraz que puede propinar mordiscos letales. La melancolía es saber que la belleza se acaba.
A menudo nos es muy difícil reconciliar el ser enamorado que fuimos con quien somos ahora. Y nos preguntamos, ¿en qué momento nos perdimos, por qué, cómo? Suele haber cierto estupor, como niños que acaban de despertar de un sueño. No estoy hablando de los casos extremos; de mujeres que se descubren emparejadas con un maltratador o de hombres heridos por mujeres tóxicas, por quedarnos sólo en el registro heterosexual (hagan mentalmente las combinaciones que prefieran). No, nada de eso; lo más inquietante e incomprensible es lo normal. Esto es, personas corrientes que, al principio de la relación, están deseando hacer feliz al otro y amarlo y cuidarlo; pero que, con el tiempo, terminan por verlo como un extraño, quizá hasta por odiarlo. Uno de los grandes enigmas de la pasión es cómo ansiando tanto hacer el bien acaba uno a menudo haciendo daño.
Por eso es tan difícil construir una historia sensata y serena de un amor fracasado: no nos reconocemos en quienes fuimos, no nos entendemos. Y esta falta de relato es un problema grave, porque, para vivir, necesitamos narrarnos. Ya he mencionado alguna vez el enorme estudio sobre la depresión que hizo la Organización Mundial de la Salud en 2011 (entrevistaron a 89,037 ciudadanos de 18 países). Descubrieron que estar separado o divorciado aumenta el riesgo de sufrir depresiones agudas en 12 de los países, mientras que ser viudo o viuda tiene menos influencia en todas partes. Un dato alucinante que hizo que me preguntara qué les falta a los separados que no les falta a los viudos. Y la respuesta sólo puede ser un relato consolador, la posibilidad de hacer las paces con tu pasado.
No creo haber sido la única persona a la que ha conmovido la ruptura de Iker y Sara. Vimos las chispas y vemos las cenizas, su viaje es un trayecto conocido en el que contemplarnos. Ellos, además, han tenido dificultades de salud. La vida a veces parece mezquina y cruel (lo parece y lo es). Pero también está llena de sorpresas ubérrimas, de cambios provechosos y enseñanzas magníficas. En cada existencia, en fin, hay muchas vidas: yo voy por la cuarta o quinta. La clave del éxito de la especie humana es nuestra capacidad de reinventarnos.
©ROSA MONTERO/EDICIONES EL PAÍS, S.L 2021.