Ante la crisis de Trump, entiende Andrés
Uno de los indicadores para la opinión pública de que el presidente Donald Trump no se encuentra bien de salud es que ha estado alejado de su cuenta de Twitter. Para quien buena parte de sus acciones públicas están relacionadas con sus mensajes de 140 caracteres, la ausencia del mundo digital significa que también está ausente del mundo real. De ahí el debate en Estados Unidos sobre las contradicciones en el cronograma de los síntomas de Trump, y la información cruzada sobre su estado de salud.
En un país cuya economía altera la del mundo y el presidente siempre tiene al lado el maletín los botones nucleares, esto es muy importante. En el mundo, la geopolítica es cosa seria. Los medios quieren saber exactamente cuándo comenzó a sentir los síntomas de COVID-19 y si se le dio oxigenación –para determinar lo serio de la enfermedad-, lo que no significa un ataque al presidente, sino establecer si está lo suficientemente grave como para invocar la Enmienda 25, que le permitiría al vicepresidente Mike Pence asumir temporalmente el cargo y llenar el vacío de poder.
Desde 1981, cuando un disparo puso a Ronald Reagan al borde de la muerte, no se había presentado una situación similar. Reagan entró a cirugía y no pudo enviar la petición al Congreso, como manda la Enmienda, para que asumiera el poder el vicepresidente George H.W. Bush. La Casa Blanca de Reagan, a diferencia de la de Trump, abrió la información sobre la salud del presidente casi en su totalidad, generando certidumbre y evitando una crisis. Hoy, la Casa Blanca reporta datos antagónicos, con una desorganización que no se aprecia cuando Trump está en Twitter.
Este hecho, por otra parte, nos problematiza la vulnerabilidad de quien hace de la centralización del poder el eje de su gobierno. La paradoja que vive Trump es la que puede suceder con López Obrador, quien ha hecho de las mañaneras su único ejercicio de gobierno. Sin embargo, hay algo que nos hace muy diferentes: en Estados Unidos las instituciones funcionan; aquí, están supeditadas a López Obrador. Si se complica la salud de Trump, allá tienen formas institucionales y democráticas para resolverlo; si algo sucediera aquí, tendríamos una crisis de régimen autocrático.
Adicionalmente, una ausencia temporal de Trump, como no sucedió con Reagan a pesar que no le dio tiempo para invocar la Enmienda 25, no ha frenado la marcha del gobierno ni de las instituciones, como lo demostró el Senado que anunció que aunque estarán en receso por las elecciones, las audiencias para la nominación de Amy Barrett a la Suprema Corte de Justicia se realizarán conforme a lo programado. El gobierno no se paralizó, y el gabinete continúa operando. Sigue el proceso electoral, y Pence se está preparando para su debate con la demócrata Kamala Harris este martes. Todo esto en México es impensable.
López Obrador sólo centraliza la vocería, las acciones y las decisiones, y aplasta a sus colaboradores. Las mañaneras son un ejercicio de poder concentrado y vertical, donde el gabinete, o quienes llegan a estar en la tarima como acompañantes del presidente, informan lo que les indicó que hicieran el presidente o, como sucedió alguna vez con Manuel Bartlett, director de la Comisión Federal de Electricidad, le entregan la presentación que deberán hacer minutos antes de iniciarla. El gabinete juega púbicamente en las mañanas como títere del teatro guiñol de López Obrador, donde no informa, sino replica lo que el presidente quiere que digan. Como Trump desde el hospital, que quiere que las únicas noticias sobre su enfermedad sean las buenas, López Obrador, desde el atril de Palacio Nacional, quiere que las únicas noticias sobre su gobierno sean las buenas.
Esta concentración de poder, junto con su personalidad teológica al estilo de los imanes iraníes, no deja espacios para que nadie, que no permita, crezca, o ejerza autónomamente sus funciones. La mayoría sólo cumple la formalidad, porque el desorden dentro de Palacio Nacional, causado por el presidente que asigna trabajos y responsabilidades sin importar que tengan legalmente la atribución, ha impedido a casi dos años de gobierno, que exista un gobierno. Él no engaña, y ha dicho en varias ocasiones públicamente que su gobierno se trata de encargos, no de cargos.
Por tanto, ¿qué sucedería si por alguna razón injustificada López Obrador no se presentara en una mañanera? El caos. Si el dueño de la narrativa no está, la especulación se apoderará del discurso popular. ¿Quién puede pararse en el atril de Palacio Nacional y decir, como afirmó el secretario de Estado, Alexander Haig, en el salón de conferencias de la Casa Blanca mientras Reagan estaba en el quirófano “aquí mando yo”? Nadie. Además, el presidente se muestra y se vende como un personaje cuya personalidad arrolladora lo hace inmune de todo.
Por ejemplo, se mantiene como secreto de Estado que le hayan aplicado dos decenas de pruebas de covid-19. No lo admite porque ¿transmitiría una señal de debilidad?, ¿perdería su imagen de macho?, ¿por qué iría contra su narrativa?, ¿afectaría su imagen? Lo volvería humano, pero no quiere ser humano. López Obrador es el único de los cuatro líderes más criticados por minimizar la pandemia, que no ha estado contagiado –además de Trump, Jair Bolsonaro y Boris Johnson-, pero esto no significa que es inmune.
No va a cambiar su actitud ni la forma como se comporta. Pero haría bien en construir un segundo piso de poder y toma de decisiones en caso que pudiera enfermarse, de COVID-19 o de lo que fuera. Tiene que entender que su ausencia en una mañanera, por efímera que sea, causará una crisis de poder en el país, que arrastrará la economía. Su irresponsabilidad política, agudizada por la centralización del poder, debe tener un límite, y pensar en las eventuales consecuencias de la mañana siguiente. Al menos, haga el ejercicio hipotético.