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A mi regalada gana

Para decirlo con mayor propiedad, la presente debería intitularse, tal como la popular melodía, “A mi manera”, pero la incomodidad que me provoca el irrespeto a mis modos y preferencias no sólo me saca el tapón, sino que pone en evidencia la peladez con que defiendo mi irrestricto derecho a elegir lo que se me antoja, y no permitir que alguien pretenda a toda costa enmendarme la plana.

Refiero lo antes dicho a resultas del operativo de emergencia que tuve que realizar, cuando mi gastado celular se puso en modo de huelga definitiva, renunciando al fluido ejercicio de sus aplicaciones sustantivas. No sin pena me convencí de que a mi vetusto aparatejo le había llegado la hora de ser botado al basurero y ser sustituido por un nuevo ejemplar en cabalidad de funciones, para lo que me desplacé al expendio que me quedaba más cercano y a cargo de una gentil despachadora que adivinó mis intenciones de convertirme en su madrugador y más firme prospecto de venta.

Con la correspondiente cortesía le saludé y develé mi propósito de adquirir un flamante cachivache, pero no había yo acabado de ilustrar con precisión lo que andaba buscando, cuando la susodicha ya había decidido cuál marca, modelo y edición sería la más conveniente para una doña como yo y, con la misma celeridad, ya lo había extraído de sus refulgentes anaqueles para ponerlo en mis manos y soltar su desfondada perorata mercadotécnica para destacar sus monerías y ventajas.

Pero, señorita… -balbuceé con timidez- lo que ando buscando es un telefonito barato y sencillo, de ésos que les dicen “cacahuatitos”, que simplemente cuadre con mis requerimientos de comunicación remota que, créame, no son muchos ni muy complejos. Lo único que necesito es hacer y recibir llamadas, y enviar o contestar algún mensajillo irrelevante. Para decirlo en mi muy tapatío lenguaje, no “ocupo” cargar conmigo una oficina, ni hacer trámites bancarios, ni solicitar los servicios de Uber, ni andar “whatsapeando” o jugando Candy crush, ni publicando elocuentes piensos o las fotos del plato de pozole que estoy por engullirme. Simple y llanamente, ando en busca de un dispositivo para hablar y que me hablen, como cualquier teléfono que se respete y cumpla con la misión que el italiano Antonio Meucci le asignó al inventarlo, antes de que Graham Bell lo patentara con su nombre. ¿Me di a entender?

Obviamente, la empeñosa vendedora se quedó en babia con mi improvisado discurso, igualito que yo con el suyo sobre los sofisticados aportes de los novedosos celulares con los que, en definitiva, he renunciado a vérmelas desde el día en que mi hija, seguramente porque le dio vergüenza ver a su madre convertida en la reina de la obsolescencia, me regaló mi primer teléfono “inteligente” con el que, a lo más que llegué, fue a tomarle lindas fotos a la banqueta cuando pretendía ubicar un contacto. Seré malagradecida, pero juro que casi di gracias a Dios cuando, en pleno tianguis dominguero en Tonalá, el moderno artilugio voló a las manos del desdichado malandro que lo sustrajo de mi bolsa.

El episodio de mi fallida compra telefónica me hizo recordar algunos anteayeres cuando, en la salchichonería del supermercado, nunca podía comprar el jamón o las salchichas que yo quería, sino aquellas butifarras enérgicamente recomendadas por las representantes de todas las marcas existentes. Pero ahora, tan entrada como estoy en años y mañas, no permito que cuanta gestión se me presente, no quede resuelta “a mi regalada gana”.

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