Las joyas de Guadalajara: sus colonias y barrios; cuidémoslos
La ciudad tiene entornos habitacionales céntricos y amables, y en no pocos casos casi sustentables, desde antes que se inventara el término
Guadalajara no es, ni nunca ha sido, ciudad de edificios monumentales, calles magnificentes o plazas impactantes. En Guadalajara no hay una ópera Garnier rematando un ancho boulevard parisino, o un palacio-museo del Hermitage, con una amplísima explanada de acceso e imponente perspectiva desde el río Neva, como en San Petersburgo. Tampoco un domo de Florencia que defina la imagen de toda una ciudad. Aquí no hay una Gran Vía madrileña, ni una Perspectiva Nevski, o unos Campos Elíseos. Menos una plaza Roja moscovita, ni tampoco, gracias a Dios, una macro plaza regiomontana.
Pero nuestra ciudad tiene algo muy valioso, que no poseen muchas otras ciudades: sus joyas ocultas, a pesar de estar frente a nuestros ojos, y de que, incluso, las habitemos sin darnos cuenta de su valor: nuestros barrios y colonias. Los entornos habitacionales céntricos, amables, y en no pocos casos, casi sustentables, desde antes que se inventara el término. Espacios abiertos a todos, que, casi por milagro, subsisten en una Guadalajara envuelta en la vorágine inmobiliaria, y que se niegan a perecer pese a los embates urbanos y económicos.
Los viejos barrios del centro, como El Santuario, El Refugio o la Capilla de Jesús. Los fundacionales Mexicaltzingo, ya muy despoblado, y Analco, que conserva mucho de su carácter, aunque amenazado por la inseguridad. O el más reciente Santa Tere, de gran vitalidad. También los barrios de oriente, San Juan de Dios, Oblatos y San Andrés, con sus calles anchas y recoletas, sus casonas modestas, pero más que dignas, dejados de lado por el desarrollo, y que bueno, porque se perciben tranquilos y orgullosos.
Si algo caracteriza a Guadalajara y la distingue, para bien, de muchas ciudades del mundo clasificadas como superiores, es la variación infinita e imaginativa de detalles arquitectónicos en las fachadas de sus fincas viejas y edificios, en arcos, dinteles, cornisas y ornamentos. Ya no se diga los creativos diseños en la herrería y carpintería de sus ventanas y portones de madera de mezquite originales, de los que quedan muy pocos.
También tenemos las colonias del poniente. La Americana, La Moderna o La Francesa presentan un dinámico renacimiento urbano que hemos de matizar, para que los nuevos desarrollos no acaben con ese patrimonio “romántico”, que las vuelve tan atractivas y evocadoras. Tampoco todo es historia o pasado, de menos no tan remoto, Chapalita y Providencia con sus cafés, restaurantes y, ahora bares, que atentan contra la vida vecinal que los atrajo. Incluso Colinas de San Javier, arbolada y señorial, que requiere abrirse a proyectos que atraigan nuevos residentes, para evitar el envejecimiento y la inhabitabilidad.
Y, como éstas, muchas colonias y barrios más, signo y esencia de nuestra ciudad. Mantengamos los sutiles balances que les permiten vivir en paz y armonía. No las dejemos morir (o matar). Su cuidado no es sólo asunto de autoridades o decisión unilateral de desarrolladores, es responsabilidad de todas y todos, asumámosla.