Suplementos
Retrato de una obsesión
Desde que el escritor mexicano leyó por primera vez el nombre de Christiana Morgan, su historia se convirtió en un virus en su cabeza, que lo obligó a rastrearla hasta el final
El viento, capaz de azotar los manglares como briznas y doblar por la mitad un hato de palmeras —una mano violentando su cabello—, exuda un vapor denso que se adhiere a la piel con su tufo a algas fermentadas.
Al alzar la vista, un azul blancuzco e iridiscente hiere sus pupilas. En vez de permanecer a la intemperie, en la quietud de la playa, de su playa, Christiana se siente atrapada en un cuarto hermético, un horno de paredes calcáreas, sin salida.
La arena le quema los muslos y los talones, pero ella no quiere erguirse, no se atreve a intentarlo: su cuerpo ha adquirido un peso inmanejable o el aire se ha vuelto tan espeso que mover la mano se le antoja una proeza y prefiere quedarse allí, varada ballena moribunda, frente al apacible mar en llamas.
La mujer extiende los brazos y apoya las palmas en el suelo. Sus articulaciones se tensan y la llaga que ayer se hizo en la muñeca —una errática brazada la impulsó contra las rocas— le arranca un gemido y unas lágrimas.
La brisa empapa su rostro y devuelve a su paladar el sabor a calamares que almorzó más por inercia que apetito; el regusto acerbo desciende por su garganta, araña su esófago y casi le provoca una arcada. Ella gira el cuello a izquierda y derecha, tratando de desprenderse del aturdimiento y del asco.
Eres repugnante, escucha en medio de las olas. Absurdo, se dice, no hay nadie aquí sino tú misma: el mar, el sol que es otro verdugo, la arena que se obstina en calcinarte, ¿quién más habitaría este abominable paraíso?
Su lengua enreda las palabras, retuerce las sílabas o las desgaja. En su tono no hay patetismo ni desengaño, apenas cierta nota de amargura.
El roce del agua con las puntas de sus pies —la marea apenas puede llamarse marea— le provoca un ataque de pánico, como si desconociese esa materia transparente, casi viva, que ahora la toquetea.
El océano se burla en cambio de su queja: aquí arriba es pura claridad, una delgada capa de luz marina, el reino de las apariencias, la conformidad con el qué dirán y los modales —un oleaje melifluo y delicado—, aunque basta con sumergir el tronco y la cabeza para sufrir el primer escalofrío, los secretos que muerden semejantes a pirañas, las calumnias y los rumores abisales, un torbellino de celos y de engaños, el qué dirán de las orcas y la asechanza de las anguilas en una oscuridad que todo lo iguala y todo lo destruye.
Cuarenta y dos años atrás: el mismo mar, pero un clima más templado y un tono cercano al acero, casi al negro.
Es verano también, el ríspido verano del otro lado del Atlántico, sofocante aunque sin la profusión de aromas y colores del Nuevo Mundo.
Otro tiempo, otra vida.
La espuma serpentea entre los dedos de Christiana mientras un filo de luz rebana el horizonte. Si acaso es feliz no lo revela: su boca se mantiene cerrada, los labios resecos, el ceño pensativo.
Su vestido de lino blanco permanece en el malecón junto con la ropa de ese hombre que, a diferencia de ella, apenas disimula los nervios. Su cuerpo tenso y firme le recuerda a Christiana un bronce antiguo, uno de los modelos que Pène du Bois le hacía copiar en la Liga de Estudiantes de Arte —un simple cuerpo—, si bien la excitación ante sus nalgas y su sexo le resulta casi dolorosa.
Él toma su mano con más delicadeza de la que ella desearía; su mirada, en cambio, la aterroriza: no porque esconda una torcedura o una amenaza, sino porque lo revela ávidamente concentrado en el océano, como si ella apenas fuese un escorzo del paisaje, una oquedad o una caverna.
Los dos avanzan sin hablar, tiritando —él a causa del miedo, ella por la ventisca que de pronto la acuchilla—, imprimen sus efímeras huellas en la playa y se adentran en la penumbra marina. Cuando el agua les llega a la cintura, él se decide a encararla, le sonríe y la atrae hacia sí. Pero, en lugar de besarla en los labios, en esos labios que sólo anhelan el contacto de otros labios, lo hace en la frente y en los párpados —niña desvalida—, mientras el agua salpica la desnudez de sus espaldas.
Christiana no soporta su ternura: lo toma por la nuca y lo besa con violencia.
Él no tarda en apartarse —ella es el peligro, la amenaza— y desvía la mirada hacia el horizonte. Golpeada por las olas, Christiana intenta asir sus músculos, clavar las uñas en su piel, aferrarse a la solidez de su pecho, ese asidero que le impedirá hundirse como un fardo.
Ambos permanecen en silencio hasta que él dice, casi avergonzado, en un susurro: «Debemos regresar.»
Ella lo mira con rencor; al cabo acata sus palabras, la maldita razón que siempre lo gobierna.
—Regresemos, pues —concede con un beso.
Un beso que no sabe a inicio ni a despedida, un beso que condensa su rabia, un último beso antes de volver sobre sus pasos, antes de conjurar el espejismo de la noche, antes de recuperar su vestido de lino blanco, antes de volver a la frivolidad del mundo, antes de regresar a la ciudad donde los esperan Will y Josephine unidos en su desventura.
El hombre suelta la mano de Christiana y se dirige hacia el malecón. Es apenas un instante, pero un instante definitivo, porque ella se queda sola—sola como ahora, sola como siempre— en la espesura del mar.
La ensoñación de Christiana se quiebra cuando el hedor de la comida regurgitada la sacude en un espasmo.
La aspereza del vómito revela que no sólo se vacían sus entrañas: esa sustancia contiene los últimos restos de su espíritu.
La mujer apoya la frente en la arenisca—un musulmán a la hora del rezo—mientras la saliva escurre hasta su cuello. Un pelícano se lanza contra ella, chillando como un demonio o un niño enloquecido, y Christiana sólo lo esquiva de milagro. La abúlica playa se torna zona de guerra: su sangre alimenta a una nube de zancudos, el calor le desgaja los pulmones y el océano la acorrala con sus tentáculos.
Christiana admira la anchura del mar con la misma avaricia que tanto le fastidiaba en Mansol: allí se convirtió en su prisionera y allí se encuentra, tal vez, su escapatoria. El Caribe gira a su alrededor en un remolino. Ella tropieza y emprende el camino a gatas, el pecho y el vientre cubiertos por la arena.
El sol ha iniciado su ronda hacia las profundidades, ¿por qué ella no habría de imitarlo? Un descenso lento como un ancla, las burbujas que la resguardan de los peces y su hambre, una luminosidad azul que se ennegrece, el abrazo feroz de las corrientes submarinas, una inconsciencia cada vez más sutil, más inasible.
Christiana no le teme a la asfixia ni a los predadores, tampoco a la soledad extrema de las aguas: le bastaría con dejarse llevar como quien se deja conducir por una historia, como quien escucha por primera vez la aventura de Ahab y de la bestia, como quien ama sin pensar en la agonía del amor, lo inevitable.
Cuarenta y dos años atrás, en un ruidoso café en las inmediaciones de la piazza della Signoria de Florencia —un sombrío cartel de bitter a su espalda—, una Christiana vestida de azul, collar de perlas en el cuello, enreda y desenreda uno de sus rizos y observa la ceniza que se balancea en el cigarrillo de su esposo.
Frente a ellos, una bandeja acumula los restos de la tarde: diminutas tazas entintadas con expreso, vasos semivacíos, una servilleta con pintalabios y un platito con las últimas migajas de un pastel de avellana.
Por la noche, Christiana anotará en su diario: La espera fue un suplicio, me esforzaba por mostrarme irritable, aburrida o ambas cosas, cuando en mi interior sólo cabía la brutal excitación del pánico.
Will permanece abismado en el periódico que ha hojeado toda la tarde, aunque apenas conoce dos o tres palabras de italiano. Christiana se vuelve otra vez hacia la ventana, frunce el ceño y finge un bostezo.
—¿Y si volvemos al hotel?
Obsesionado con descifrar la sección de finanzas, William tarda una eternidad en asentir y se demora en pedirle il conto a un camarero. Se encuentra demasiado cómodo en ese local tapizado con madera oscura, oloroso a tabaco y a café recién molido —demasiado a salvo— como para abandonarlo de buenas a primeras a cambio del fresco de la calle. ¿Y luego qué harían los dos en su habitación sino esperar con la misma zozobra a sus amigos?
Le duele la espalda y la inercia lo mantiene clavado a la madera de su silla. Christiana no tolera su inmovilidad.
—¿Y si paseamos un poco?
Will exhala con cuidado para que ella no confunda su molicie con un reproche.
—Hemos paseado toda la mañana.
Christiana no protesta. Escudriña la ventana por enésima ocasión —un grupo de jóvenes guapísimos parlotea a voz en cuello—, toma el paquete de cigarrillos de la mesa, lo admira como si fuera una piedra preciosa, extrae uno y se lo lleva a los labios. Will no se da por aludido y ella rebusca en su bolso hasta extraer un mechero de oro, regalo de su padre.
Will le da una última calada al cigarrillo, abandona un par de billetes sobre la mesa y se levanta para recuperar su gabardina y su sombrero. Christiana lo sigue y, una vez en la calle, se aferra a su brazo, más para hacerlo sentir fuerte que por un repentino brote de cariño.
El viento primaveral despeja sus rostros tan blancos, tan idénticos, y los cubre con un saludable matiz rosado. Atraviesan la plaza sin mirarse, sin mirar siquiera la torre o la galería, y mecánicamente se dirigen al albergo: Will no pierde oportunidad de deformar el italiano. La lentitud del paseo y los tonos rojizos de la tarde apaciguan a Christiana, quien se sume en otro de los cambios de humor que la ensombrecen desde los primeros días del viaje.
RECONOCIMIENTO
Planeta
La novela obtuvo el Premio Iberoamericano de Narrativa Planeta-Casamérica 2012. La obra es una extraña, desgarrada y psicoanalítica historia de amor, basada en la vida de personajes reales, con la que Jorge Volpi se plantea para sí y sus lectores si el amor existe o no.
ENTRE LIBROS
La biblioteca
Durante el invierno de 2005, Volpi pensaba en hacer uno de sus personajes a Theodor Kaczynski, el Unabomber. Al final, no apareció en su novela, pero encontró el libro de Alston Chase, titulado Harvard and the Unabomber: The Education of an American Terrorist (2003), donde éste narraba que, cuando era un prometedor —e inadaptado— estudiante en Harvard, Kaczynski participó como voluntario en un experimento psicológico conducido por uno de sus profesores, llamado Henry Murray.
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