Suplementos

Noches serenateras

No recuerdo si a mi madre le alegró que le fueran a cantar boleros, pero sí que al resto de los vecinos no les pareció ni romántico ni agradable

GUADALAJARA, JALISCO  (27/NOV/2016).- La primera serenata de la que tuve conocimiento ocurrió a finales de los años ochenta. Mi madre estaba divorciada hacía casi un decenio y un pretendiente (un caballero de edad, muy atildado y cortés) tuvo a bien llevarle un trío al estacionamiento del edificio donde vivíamos. Era casi la una de la mañana. No recuerdo si a mi madre le alegró que le fueran a cantar boleros, pero sí tengo presente que al resto de los vecinos no les pareció ni romántico ni agradable. Claro: vivíamos en el cuarto piso de un edificio multifamiliar y era jueves.  Milagro que no nos lincharan.

Años más tarde nos mudamos a lo que entonces era el sur profundo de la ciudad (y que gracias al desarrollo monstruoso de Tlajomulco ya es casi el centro). A la vuelta de casa vivía una chica francamente guapa. Era sinaloense y su novio también. Debían estar muy enamorados porque cada fin de semana, una banda de quince integrantes bajaba de una camionetita sus tubas, redovas, tarolas y trompetas y le interpretaba a la interfecta las obras completas de destacados compositores de la música norteña. Todo, claro, por cortesía del muchacho, que se aposentaba en el cofre de su camioneta, bajo una texana, y suspiraba. La chica, en un balconcito, suspiraba también. Eran felices. Sufríamos los demás, porque eran capaces de quedarse allí tres horas, entre trompetazos y besitos.

Debo reconocer que tardé años en conocer la modalidad más humilde de la serenata, que consiste en estacionar el automóvil bajo la ventana de la chica afectada y ponerle a todo volumen ya sea la radio (si uno es, de plano, un buenazo para nada) o una selección de piezas pensada especialmente para halagarla. Nunca he llevado una serenata (tampoco me han llevado una a mí, ahora que lo pienso) y, al menos entre mi grupo de amigos (en donde predomina el elemento académico y progresista), priva la idea de que las serenatas son ritos de tiempos pasados, síntomas de una sociedad patriarcal que convierte el cortejo en un espectáculo deplorable (aquí, en un paréntesis, acepto que mi principal problema con ellas no es ese, sino que quienes las llevan no suelen destacar por ser grandes músicos y por eso, claro, trabajan llevando serenatas).

Es probable que las serenatas sean una bestia en vías de extinción. Pero podrían estar renaciendo de un modo impensable: como shows multimedia. Me explico: el pasado fin de semana me tocó contemplar una neoserenata muy inquietante (de hecho, desde que regresé a Zapopan me he topado con una serie de usos y costumbres que me parecían impensables en Guadalajara, cincuenta cuadras al oriente, y de los que ya escribiré). Quizá la vecina de aquí a tres puertas es la reencarnación de Helena de Troya o de perdida María Félix (no la conozco) y su hermosura es tal que invita a los pretendientes al desvarío. Como sea: la seranata que le llevaron incluyó fuegos artificiales, un ballet de cinco acróbatas, un dj y hasta un anfitrión con micrófono que nos explicaba a los vecinos lo que seguía, como si todo se tratara de un programa televisivo. Al final llegaron dos barbones con guitarras y tocaron unos covers de The Police que estaban como para llamar al Ministerio Público. Contra lo que pudiera pensarse, el único vecino molesto era yo. Los demás salieron a sus ventanas y aplaudieron.  El pretendiente consiguió entrar a la casa de Helena de Troya, único resultado triunfal posible en ese contexto.

A mí, qué quieren, me urge que llegue el siguiente paso evolutivo y las serenatas se contraten como especiales de Netflix para el disfrute solitario de sus afectados.

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