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''Madiba, libertad y democracia''

En un mundo donde los extremismos y la xenofobia comienzan un repunte peligroso, la vida del Premio Nobel de la Paz en 1993 se extingue

GUADALAJARA, JALISCO (30/JUN/2013).- Es un ideal por el que estoy dispuesto a morir”, pocas frases simbolizan tan cabalmente la personalidad de Nelson Mandela, tal vez el preso político más importante de la historia de la Humanidad. El siglo XX fue, sin duda, la centuria de las ideologías, los radicalismos y la intolerancia. No se explican los últimos 150 años sin la explosión de los “ismos”, desde la utopía histórica del comunismo o la supremacía racial del fascismo o incluso el sueño libertario del neoliberalismo. Vivimos un espacio de tiempo donde estas ideas se convirtieron en el eje explicativo de la política. Se institucionalizaron los extremismos, se denostó a la democracia y se impusieron gobiernos abiertamente facciosos y segregacionistas. El racismo, como instrumento de negación del “otro”, fue parte de la construcción política del siglo XX, aunque sus raíces son aún más lejanas. No se entiende la segunda mitad de este siglo sin personajes como Nelson Mandela, Martin Luther King o el Subcomandante Marcos. La igualdad, de raza o género, fue la bandera más atrevida de los movimientos democratizadores de los años de la Guerra Fría.

Nacido en el icónico 1918, Nelson Mandela vio la luz en un mundo convulso. Desde la formación del Ejército Rojo de la Unión de Repúblicas Soviéticas y Socialistas (URSS) hasta la firma de la paz que puso fin a una sangrienta Primera Guerra Mundial, el mundo que recibió a Nelson Mandela estaba marcado por la agonía bélica, la esperanza de la paz que nació con la Sociedad de Naciones y el comienzo del periodo de entreguerras que significó el fermento político ideal para el surgimiento de los totalitarismos. Su niñez no se sale del común denominador de un sudafricano de procedencia rural. Pertenece a la etnia “Madiba”, de ahí el nombre de cariño que adoptó Mandela a finales de los años ochenta. Sin embargo, su biografía es un espejo de su precoz politización. Desde su decisión de obtener la licenciatura en Arte a mediados de los treinta, se comprometió con las reivindicaciones estudiantiles, fue electo representante y después fue expulsado del Colegio Universitario de Fort Hare por encabezar huelgas para reclamar derechos políticos y libertades.

La segregación racial siempre fue una norma en la Sudáfrica, aun antes del apartheid. La minoría blanca, descendiente de ingleses y holandeses, controló históricamente la industria, el comercio y el acceso a la política. Sin embargo, la discriminación y total exclusión de la mayoría negra, se institucionalizó con la llegada del Partido Nacional Sudafricano (PNS) en 1948.  Tras un proceso electoral donde solamente los blancos pudieron votar, la asunción del PNS representó la radicalización de la segregación contra los negros sudafricanos, en especial a través de la Ley de Clasificación Racial aprobada poco tiempo después de asumir las riendas del poder. Estos son los orígenes del régimen sudafricano llamado “Apartheid”, que significa “separación” en afrikáans (lengua sudafricana que tiene su raíz en el neerlandés).  

El apartheid representa la articulación entre el Partido Nacional encabezado por la cúpula política de origen británico y la Iglesia Reformista Holandesa, la más antigua de las iglesias (protestante y calvinista) de Holanda. Estos últimos reivindican la “realeza” y misión civilizatoria de los “Bóer” en Holanda. Una imbricación entre un pensamiento religioso muy asentado, conservadurismo social y una aspiración por la regeneración de un tejido social deshilvanado y poco cimentado. El apartheid ha sido una de las máquinas político-ideológicas más crueles de los últimos setenta años. Su grado de control sobre el Estado, el comercio y la relación de complicidad con las potencias europeas, le dio una vida de más de 40 años de férreo dominio e implacable mandato. La piedra angular del apartheid siempre fue el racismo, construido como ideología de Estado. La articulación entre la Ley de Clasificación Racial y la Ley de Áreas, legalizó la discriminación e hizo de Sudáfrica un enorme gueto con una minoría blanca empoderada y autoritaria.

A todo discurso de imposición, surge una expresión de resistencia.  Desde los primeros años del nuevo régimen, la resistencia se integró en torno al llamado Congreso del Pueblo, que adoptaría la famosa “Carta de la Libertad” como su hoja de principios. La Carta es un texto que combina el anhelo por la democracia con el respeto a los derechos humanos y las reivindicaciones libertarias. Décadas después y tras la caída del régimen opresor, muchos de los artículos e ideas centrales de la Carta se convertirían en capítulos enteros de la nueva Constitución que enterró al apartheid en los primeros años de la década de los noventa. Sin embargo, para sepultar al apartheid, Nelson Mandela tuvo que pasar en prisión más de 27 años. Detenido tras una redada en 1962, junto a decenas de compañeros del ya constituido Congreso Nacional Africano (CNA). El CNA fue un espacio de diálogo e interlocución entre los distintos focos de la resistencia sudafricana. A mediados de los cincuenta, el CNA ya tenía cerca de 90 mil afiliados y una estructura política y militar sumamente eficaz. La CNA se asemeja en su estructura a  Euskadi Ta Askatasuna (ETA), la plataforma de liberación nacional del País Vasco formada en los años del franquismo y que aparece en la lista de organizaciones terroristas de la Unión Europea en 2003. No pocas veces, el apartheid llamó “terroristas” a los miembros del CNA.

La constitución de un ícono

Los más de 27 años que pasó Nelson Mandela en prisión constituyeron un hito que dotaron de fuerza al movimiento igualitario sudafricano. Pasó de ser un líder de la resistencia sudafricana a ser un símbolo o un ícono de la lucha global por la libertad. Las camisas de Mandela proliferaron y su cara representaba más que una lucha por desmantelar al apartheid. La liberación de Mandela en 1990, constituyó el último aire de renovación que derrumbó a un régimen anquilosado, debilitado y que se quedó gradualmente sin aliados internacionales. Sin embargo, su liberación no significó una muestra de apertura de régimen, sino simplemente una estrategia para tratar de contrarrestar la fuerza que su imagen en prisión le daba al CNA. Así lo describió uno de sus biógrafos, Anthony Sampson: “El Gobierno esperaba que después de 27 años en la cárcel no estaría apto para ningún tipo de liderazgo, que habría perdido contacto con la realidad. No tardaron en darse cuenta de que la realidad era todo lo contrario”. Su excarcelación potenció el movimiento democratizador.

Cuatro años después de deja Víctor Verster, la última prisión que lo albergó, llegó la votación histórica multirracial que eliminó de raíz todo olor a apartheid. Tras ganar las elecciones en mayo de 1994, las tentaciones rondaron la cabeza de Mandela. ¿Cómo reconciliar a un país dividido? ¿Había que comenzar la persecución de aquellos que hicieron del racismo un régimen político por cuatro décadas en Sudáfrica? ¿Se puede lograr la paz y la armonía social sin el castigo por los crímenes de más de 40 años del apartheid? Todas estas preguntas servían de contexto para una Sudáfrica que veía llegar al poder a un símbolo de la lucha antirracista. Desde su primer discurso, Mandela negó cualquier atisbo de venganza. “Asumimos un compromiso, de construir una sociedad en la que todos los sudafricanos, blancos y negros, sean capaces de caminar con la frente en alto sin miedo en sus corazones, con la certeza de su derecho inalienable a la dignidad humana: una nación arcoíris, en paz consigo misma y con el mundo”. La revancha y la venganza no embonan con la democracia y las libertades, el sistema político montado sobre las cenizas del apartheid se cimentó en dos ejes: las urnas y la negociación política. Digamos que la transición sudafricana es más parecida a la España Posfranquista, incluso al México pospriista o al Chile posterior a Pinochet, que a las transiciones en otros sistemas autoritarios.

Nelson Mandela gobernó durante una Legislatura, no más. Las tentaciones de aferrarse a la silla presidencial, y la legitimidad mundial que le hubiera permitido esos excesos, no lograron moverlo de sus convicciones democráticas. Digamos que la presidencia de Mandela fue un “mandato de gestos”. Muy recordado, el mensaje de unidad tras la victoria del mundial de rugby de Sudáfrica al entregar el trofeo al capitán blanco: François Piennar. Se encargó de desmantelar las estructuras racistas y excluyentes del viejo régimen, pero sus resultados en materia de reducción de la pobreza, igualdad económica o relaciones internacionales no fueron sorprendentes. En términos generales, fue un presidente que asumió la labor simbólica del monarca, más que la representación de un presidente nacional. Fue polémico tanto en su relación con presidentes como Fidel Castro o Muammar Gadafi como en relación con empresarios e inversionistas extranjeros. Recibió el Premio Nobel de la Paz en 1993, unos meses antes de la cita electoral que permitió enterrar al apartheid.

Nelson Mandela está batallando por su vida a sus 94 años. La de Mandela es una vida dedicada a una causa: la libertad política. Nunca fue un hombre con ideas demasiado profundas ni muy trabajadas. Es más bien un político de la praxis y de la retórica, nada más lejano que un estadista. Mandela es un símbolo de paz y reconciliación. Ante un mundo donde los extremismos y la xenofobia comienzan un repunte peligroso, un ejemplo como el de Mandela se mantendrá vigente por décadas.
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