La posada infernal
Aunque suene a título de cuento del bilioso, racista y, pese a todo, maravilloso cuentista HP Lovecraft, esta columna no contiene referencia alguna a seres tentaculares
GUADALAJARA, JALISCO (18/DIC/2016).- Aunque suene a título de cuento del bilioso, racista y, pese a todo, maravilloso cuentista HP Lovecraft, esta columna no contiene referencia alguna a seres tentaculares venidos de otra dimensión.
Lo que sí plantea es una historia de horror. Sabrá el consuetudinario visitante de este espacio que este redactor vivió por años en las cercanías del monumento a los Niños Héroes y tuvo que lidiar, por esa vecindad, con ciertos horrores a los que ya muy pocos en esta ciudad son ajenos: vecinos delirantes por hacer ruido a todas horas, loquitos que tapan la cochera y se indignan si uno les pide quitarse, gente que celebra un carnaval bajo la ventana de uno (y de madrugada) y no puede creer que llegue la patrulla a pedirle que se calle, etcétera.
Nunca tuve esperanza de que mi reciente mudanza a Zapopan resolviera el tema pero al menos esperaba algunas variaciones. Las ha habido, lo reconozco, pero en proporciones mínimas. Eso sí: casi cualquier zona de la ciudad es menos caótica que la de Chapultepec, que se ha convertido en el patio de romper piñatas de Guadalajara y que ha sido aderezada, además, por toda una serie de medidas cuestionables, como la mal realizada ciclovía de avenida Washington, que convirtió una calle fluida en un caos y que no beneficia al transporte alternativo como debería (y convierte la entrada de los pacientes a la clínica del IMSS de la esquina de Chapultepec en una aventura de incierto resultado).
Luego de varias noches de tranquilidad, el jueves de la semana pasada los aires nocturnos de mi nuevo domicilio se vieron invadidos por las rotundas notas de un reguetón. No soy de los que estigmatizan la música ni a quienes la disfrutan. Sólo repudio el volumen extraterrestre.
“Debe ser una posada”, nos dijimos, para intentar tranquilizarnos. Lo era y se prolongó hasta la salida del sol. Se detuvo un rato pero la noche del viernes volvió. Y la del sábado también. Llegó el punto en que ya me sentía incapaz de pensar, porque mi cerebro andaba perdido en los ripios de una canción que había sonado 200 veces con un volumen con el que deben haberla oído en Marte.
Mi vecino informó, en una improvisada asamblea de damnificados, que el foco del relajo era una casa ubicada en la calle paralela, exactamente a la altura de las nuestras. Él personalmente había llamado a la patrulla, pero los festejantes habían argüido ante los uniformados que la suya una reunión privada y les indicaron que se largaran. Tres días duró el asedio y tres días, también, la defensa. “Mi perro lleva seis horas catatónico”, confesó el vecino. “Creo que ya se volvió loco”. Nuestras casas vibraban como cajas de resonancia.
¿Qué pasó al final? Que los locos que duraron tres días de posada habían rentado un jardín particular, desde luego que sin ninguna clase de permisos para operar como casino, impulsados por unas enormes ganas de hacer una fiesta en la que alguien alcanzara el Nirvana (esto último lo supongo, pero no me explico de otro modo que alguien se pase 72 horas en una silla de metal tarareando). Luego de varias quejas, ires y venires, intervino la oficina de Reglamentos.
Como ya dije, no había permisos, así que los inspectores clausuraron el lugar. La patrulla tuvo que intervenir porque un par de aferrados creían estar cerca de la iluminación y se negaban a abandonar sus sillas. Uno de ellos lloró cuando le bajaron el switch a la electricidad y las bocinas callaron. “Ya no puede uno ni ser feliz”, decía, con la voz estropajosa.
Eso mismo, me temo, pienso yo.