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La gloria y el guacamole

El Super Tazón va ganando terreno en México a medida que el guacamole lo hace en EU

GUADALAJARA, JALISCO (25/ENE/2015).- Dentro de un siglo, si es que un meteorito, la deforestación o los rebles de Miley Cirus no han hecho estallar el mundo, el Super Bowl será una tradición de tal modo arraigada entre nuestros descendientes que estarán tan convencidos de su mexicanidad como lo estamos nosotros de la Navidad (que se originó, cabe señalar, miles de kilómetros y muchísimos años más lejos que el futbol americano). El Super Bowl es tan mexicano, en el fondo, que el día que se celebra los gringos se comen 500 mil toneladas de guacamole con nachos por causas que ni siquiera los antropólogos del INAH se han atrevido a suponer. Son imitados por millones de compatriotas. Entre unos y otros bebemos algo así como un mar Mediterráneo de cerveza.

Hay muchos asuntos del Super Bowl (SB, en adelante, para no andar repite y repite) que resultan fascinantes; otros, hay que aceptar, son tediosísimos o cuando menos difíciles de comprender. Por ejemplo, la excitación de miles de tuiteros ante los comerciales que se estrenan durante la transmisión de las cadenas estadounidenses, y que suelen estar protagonizados por actores famosos o abordar asuntos controversiales. “¿Ya viste a Julianne Moore devorando papitas con semejante boca? ¡Qué golpe!”, se dicen unos a otros. O: “¿No te  parece innecesario sacar una rubia en cueros para promover avena? ¡Basta ya!”. Al aficionado de hueso colorado, los comerciales le importan menos que las latas de cerveza vacías que se acumulan a sus pies a medida que avanza el partido. No: esos son intereses que se encuentran los que nunca le entendieron al juego para ver si se aburren menos.

Otro clavo ardiente al que se aferran los espectadores enemigos del SB es el espectáculo de medio tiempo, que es el peor invento posible: no sólo contribuye a romper el ritmo de los equipos de un modo atroz (porque la pausa se extiende a media hora o 40 minutos en lugar de los 15 de rigor) y propicia vuelcos injustos, sino que le escupe al aficionado promedio una serie de cosas que no le gustan y no quiere ver. Así que mientras 100 millones de escépticos se apretujan frente a las pantallas para aplaudirle a Bruno Mars, otros mil millones se levantan al baño o caminan a la tienda y compran otras dos toneladas de guacamole. Pueden decirme viejo: de los espectáculos de medio tiempo de los últimos años sólo recuerdo los protagonizados por The Who y los Stones.

Los Super Bowl de antaño, y me refiero a los lustrosos años ochenta, resultaban una especie de pesadilla incluso para quienes somos fanáticos de la NFL. Las cadenas nacionales metían tantos comerciales entre jugada y jugada que la transmisión se desfasaba hasta una hora de los hechos reales y uno terminaba enterándose en la radio del resultado mientras en pantalla Pepe Segarra explicaba que en la ciudad sede los Eagles habían grabado un álbum precioso en 1971.

El decenio reciente nos trajo juegos memorables, como las dos victorias de Giants sobre Patriots en la última serie ofensiva o la inmaculada de los Steelers sobre los Cardenales en idénticas condiciones. Los años ochenta, que fueron los de mi infancia, en general trajeron cotejos soporíferos. San Francisco era, entones, un equipazo y era inevitable verlo pasar por encima de uno de los niños de azotes de la época (pienso en Denver o San Diego) con marcadores de 40-3 o cosa similar. Era espantoso: ¿tanta faramalla, tanta expectación para ver un nocaut a la primera serie ofensiva? Supongo que por eso los gringos le apuestan ahora al guacamole, que nunca decepcionó a nadie.
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