Suplementos

La eficacia de los símbolos

Funcionalidad para resolver la triple crisis española, ésa es la llave de Felipe VI para recuperar la legitimidad perdida por la Corona desde que estalló la crisis

GUADALAJARA, JALISCO (22/JUN/2014).- La Monarquía española es, sin duda, la más debatida de la historia moderna europea. La historia así lo confirma: ya sea por diferencias sucesorias o por la irrupción de periodos cortos de república, en España nunca ha dejado de existir un sector vinculado a la izquierda que ve en la Corona falta de democracia, elitismo y ataduras al pasado. Ni en la Bélgica de hoy, dividida profundamente, ni en Inglaterra y menos en Noruega, el sistema monárquico es debatido desde sus entrañas.

El rey Felipe VI comienza su reinado tras el exitoso legado de su padre. Juan Carlos de Borbón logró borrar la huella franquista y su condición de heredero del dictador, para convertirse en el “Rey Democrático”. Así lo calificó Javier Cercas en su columna para El País posterior a la abdicación. No es sencilla dicha metamorfosis, la carga sobre el Rey era muy pesada. Era el signo de continuidad más evidente de una dictadura sanguinaria y opresiva. Sin embargo, Juan Carlos se erigió como el garante de los nuevos tiempos democráticos. Nunca se sabrá si el rey se encontraba plenamente convencido de una España democrática o si encontró en sus vecinos europeos monárquicos constitucionales, la única fórmula que podía asegurar su supervivencia. Un debate absurdo, al final lo relevante de los hombres públicos son sus actos y no sus cavilaciones.

¿Un rey útil?

A pesar de eso, Juan Carlos dejó de ser funcional. En tiempos de democracia y mérito, en donde heredar un puesto público es denunciado e injustificable, la Monarquía se encuentra en una posición incómoda. En pleno siglo XXI la fuente de legitimidad ha cambiado, la Monarquía no necesita una justificación histórica, sino una práctica. ¿Para qué sirve? ¿Qué utilidad tiene? Más que representar la unidad, la historia o valores compartidos, la justificación monárquica es la utilidad.

Existen otros dos argumentos para justificar a una Monarquía, aunque con menos peso. Un primero es la “imparcialidad”, una figura que logre trascender las divisiones partidistas y su horizonte de tiempo no dependa de elecciones. Ese anhelo de consenso existente en todos aquellos que sospechan de la pluralidad y las opiniones divididas. Casos como los presidentes de Alemania e Italia (más bien representativos) contradicen esa idea de que el rey es el único posible mediador estatal.

Un segundo argumento es el “miedo”. “Siempre que España ha intentado una República, ha acabado mal”, dice Francisco Marhuenda, director de La Razón, un diario monárquico y conservador en España. Como lo escribió hace décadas Albert O. Hirschman, en su libro Retóricas de la Intransigencia, el mensaje de miedo suele ser un argumento muy socorrido por la lógica conservadora. No hay que cambiar, porque nos puede ir muy mal. Más que un posicionamiento positivo, es negativo: nuestra historia nos hace ver que no sabemos comportarnos en una República. Algo cultural, un ADN incambiable; es como si la república fuera en esencia anarquía, desordenada, provocara golpes de estado y polarización.

Por mucho, el más convincente de los tres argumentos es el primero. Un rey debe ser útil o su legitimidad será cuestionada. Es decir: el rey nunca podrá tener legitimidad de origen si no es electo directamente por los ciudadanos, no indirectamente a través de la ratificación de la Constitución de 1978. A lo único que aspira, que no es poco, es a tener legitimidad de ejercicio, comportarse conforme a las reglas democráticas, renunciar a su inviolabilidad y abrazar la transparencia como eje rector del reinado.

En ese sentido, Felipe VI debe entender que su vigencia y legitimidad están circunscriptas a la resolución de los problemas que aquejan a los españoles. Juan Carlos cumplió su función y demostró ser útil para construir la lenta arquitectura democrática y la resguardó de sus amenazas como el golpe de estado de 1981. Sin embargo, su emblema se agotó. España es hoy una democracia, con carencias como todas, pero una democracia al fin. No hay mucho que resguardar, los militares no la amenazan y nadie pondría en duda la necesidad de las instituciones democráticas.

Ahora, los retos que hereda a su hijo, son la columna vertebral de su reinado: la crisis económica que instauró la idea de una Monarquía que vive al margen de los problemas de los españoles; una crisis de legitimidad democrática donde las instituciones son señaladas por no castigar a los culpables de la debacle (bancos, directivos, etcétera) y una crisis territorial con Cataluña donde queda claro que el modelo autonómico español está agotado. Y a estos desafíos, se agregan los propios de la Corona: transparencia, fueros y modernización.

La triple crisis

España vive una triple crisis y la Corona está implicada de alguna u otra forma en las tres. La económica es más que una coyuntura: la destrucción de empleos y el severo recorte al Estado de Bienestar, son dos realidades ya estructurales. La percepción de la mayoría de los españoles es que ellos están cargando con la cruda de una borrachera en la que no estuvieron. Tan es así, que plataformas políticas como Podemos o Izquierda Unida que denuncian la coalición entre banqueros y políticos, han tenido un aumento exponencial en sus intenciones de votos. Ahí están los resultados electorales de las europeas: entre ambos partidos se llevaron cerca de 20 por ciento de los votos.

La primera crisis generó una segunda, la política o institucional. La Monarquía tenía el apoyo de 64 por ciento de los españoles al comienzo de la crisis, ahora ha caído debajo de los 50 puntos. Y, en gran parte su pérdida de prestigio tiene que ver con que no se le percibe como una institución al servicio de resolver los grandes problemas del país. Es parte de ese sistema de Gobierno que no logró amortiguar el impacto de la crisis y que no ha coadyuvado a que los responsables paguen por sus actos.

La tercera crisis, la territorial, es un asunto en donde el Rey es clave. Cataluña se encuentra en un proceso acelerado no sólo de separación territorial, sino emocional. Puede haber muchos debates sobre la legalidad de la consulta, pero lo indebatible es que ese matrimonio se encuentra en una crisis existencial. España sólo podrá salir bien librada con un nuevo modelo confederal (ya ni siquiera el federal) donde las regiones adquieran mucho peso, un Senado de altísima relevancia y una descentralización casi completa al estilo Canadá o Suiza. Felipe VI debe de constituirse en el rey de los pueblos ibéricos: al igual que de los españoles, también serlo de los que sólo se sienten vascos, gallegos o catalanes. Entender su excepcionalidad histórica y dejar de lado por completa la vieja idea obsoleta de la “España, una grande y libre” (una herencia del franquismo que sigue permeando la cultura política de algunos españoles). Es una reforma profunda de la concepción que la Corona tiene del Estado español, partiendo más de la plurinacionalidad y la riqueza cultural, que de la centralidad y la “sagrada unidad”.

Gestos y símbolos

La política es más que gestos y mucho más que símbolos. Un matrimonio no se resuelve con flores o chocolates, aunque en un principio ayudan. Tanto la crisis económica, como la política-institucional o la territorial, no las resolverá Felipe VI. Sin embargo, Felipe tiene un aliado muy poderoso que la mayoría de los políticos no tienen: la eficacia del símbolo. Su política no es la de los votos, sino la simbólica. En cada una de las dimensiones críticas por las que atraviesa España, el rey tiene un papel que jugar desde lo simbólico. Y, tal vez, en un principio el rol más importante y decisivo.

En primer lugar, en materia económica, Felipe debe mandar un mensaje de austeridad y transparencia. Más que esas fotos donde el Rey se despacha a elefantes cazando codo a codo con dictadores africanos, el monarca debe hacer la transición hacia la “familia real” que se identifica más con los problemas de la clase media. En ese sentido, la nueva Reina Letizia tiene un papel clave que interpretar.
En la parte institucional, Felipe debe ser radicalmente democrático. La idea de someter a las urnas la forma que adopta el Estado, es una salida a la mano y que le daría a la Corona un respiro de un par de décadas sin cuestionamientos. Oponerse a que se consulte a los españoles su opinión sobre república o monarquía, sólo debilita aún más la legitimidad del monarca. Felipe VI puede aprovechar un momento de transición tras casi cuatro décadas de reinado de su padre, para someter a las urnas un nuevo proyecto monárquico. No hacerlo significaría que una buena parte de los jóvenes españoles que no ratificaron la Constitución del 78, sigan viendo al rey como un reducto del pasado; más como un problema que una solución.

Y en la crisis territorial, los símbolos son fundamentales. Como príncipe, Felipe fue más atento en estos temas culturales e identitarios. Es sabido que en las visitas de Felipe a Barcelona tenía conversaciones en más que fluido catalán y no pocas veces emitió sus discursos precisamente en la lengua de Pompeu Fabra. Si España quiere mantenerse “unida en la diversidad”, como lo dijo Felipe VI en su discurso ante las cortes, el nuevo rey debe ser el embajador de un estado plurinacional que permita un acuerdo profundo con las distintas nacionalidades que componen al Reino de España. Al igual que lo hace el rey de Bélgica que entona sus discursos en las tres lenguas del Estado (alemán, francés y flamenco), ¿sería muy descabellado que Felipe VI le diera el mismo peso en sus discursos al castellano, al euskera, al gallego o al catalán? ¿Promover que estas lenguas cooficiales en las autonomías sean equiparadas en términos constitucionales al castellano, sería muy complicado? Ésa es la eficacia de los símbolos: abren caminos donde se han levantado muros.
Síguenos en

Temas

Sigue navegando