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La casa de la decadencia o el lugar donde el arte respira

Adolfo Weber abre su taller, un espacio que luce abandonado, pero que dicta al creador la forma en que los trazos se moverán sobre el lienzo

GUADALAJARA, JALISCO (24/AGO/2014).- Adolfo Weber abre la puerta negra de metal de una casa amarilla (o beige, según el daltónico que la mire) que poco llama la atención; por fuera, el inmueble no es ni bello ni feo, simplmente es... ahí está y coexiste con el resto de las casas por las cuales probablemente nadie enloquecería ni para bien ni para mal.

Pero Adolfo que es experto encontrar la belleza en aquello que cualquiera podría considerar basura, se enamoró de ella desde que la vio. De hecho, una de las pasiones del pintor es acudir a los bazares de objetos usados para rescatar muebles y chucherías que tras un poco de atención —una manita de gato echa por un tapicero, por ejemplo— se convierten en joyas que arrebatan suspiros de quienes son cercanos a Weber o de alguna forma (Facebook) se pueden asomar a sus actos de magia.

Quizá por eso le llamó la atención esa casa cuadrada con puertas y ventanas rectangulares. Tal vez a través de sus lentes el mundo luce distinto.

Al abrir la puerta escapa del interior un aire fresco que sabe a viejo. Aquella cara que minutos antes de entrar a la casa parecía sosa, cambia completamente cuando se descubre que en su interior el inmueble parece abandonado e incluso a punto de colapsar. Pero después de una rato, como la mayoría de las chucherías que Adolfo Weber adopta, la estructura parece mucho más bella en su interior que en su exterior.

La mayoría de las habitaciones del inmueble se han quedado sin piel, las escaleras lucen desvencijadas; el tiempo ha pasado por ahí y ha dejado una marca de su presencia, el moho de las paredes forma manchas negras discontinuas; son imágenes que a su morador inspiran y a veces hasta ocupa una parte del tiempo que permanece en el lugar para disfrutar de su vista.

El pintor tiene en esta casa-taller en decadencia una abundante fuente de inspiración. Desde el día en que la vio e hizo todos los trámites para hacerse con ella (hace menos de cinco meses), Adolfo ha encontrado una convivencia equilibrada entre sus pinturas y la casa. A medida que la va descubriendo, sus óleos cambian de forma; plasma lo que encuentra en ella y lo que falta, convierte la ausencia de ruido en historias que se cuentan con trazos de color.

“Me siento como un niño explorador, ya que es un espacio que tengo poco de habitarlo”, cuenta el artista sentado en una de las pocas sillas que hay. Después de que su mirada pasó de la terraza a los dos cuartos contiguos en cuestión de segundos, añade: “Aunque siento el lugar tan familiar que pareciera que tengo aquí, no sé, cinco años o más”.

Dejar la magia intacta

Adolfo dice que le gustan mucho los espacios descuidados, porque para él tienen magia y un pasado que esconde relatos, los cuales activan su imaginación.

“No le he querido adaptar mucho porque prefiero los silencios que tienen los pasillos, las habitaciones, la luz que entra sin que nada la bloqueé. Ahorita nada más es mi trabajo y mis pinturas”.

Y así es. El segundo piso alberga los ocho cuadros de gran formato en los que trabaja el pintor de abstracto y que se encuentran distribuidos entre los tres cuartos y el pasillo; todos sin terminar.

También le agrada encontrar vestigios que delaten la antigüedad de la casa, edificada en 1890 y modificada en 1930, cuando le hicieron adaptaciones para adecuar su estilo al de aquella época.

Le pasa que al estar sacando pisos o limpiando, llega a descubrir piezas que pertenecieron a otros de sus habitantes.

“Han salido hasta trastes rotos, pedazos de vajilla de 1940, cosas bien interesantes; entrar aquí es empezar a trabajar, aun cuando no esté uno pintando, te influye lo que miras”, explica mientras apunta con su dedo uno de los muros a medio construir, a medio caerse.

A Adolfo le gusta la idea de que ese espacio que ahora acoge su taller antes fue otra cosa, un lugar habitado en el que quizá algún día corrieron niños, sonó la música y algún perro ladró por la noche; para el pintor el saber que su lugar de trabajo tiene memoria le significa toda una experiencia: “Porque es algo abstracto, y yo trabajo el abstracto, para mí es estar buscando formas e inventando historias a partir de lo que veo. Es un proceso mágico estar descubriendo”.

Conexiones y desconexiones en un taller

Adolfo Weber ha pintado acompañado y en solitario. En talleres grandes o en otros donde el único espacio libre para crear era atrás de una puerta. Cuando el pintor hace memoria de lo que ha hecho en más de 20 años de carrera y se detiene en los episodios en los que no le gustaba su obra o lo que hacía, llega a la conclusión de que eso le pasaba cuando pintaba en lugares donde no se sentía cómodo.

“Convives con las escaleras, con la obra o tu música. Yo encuentro que trabajar solo para mí es lo mejor. Si de por sí solo me distraigo...”.

Cuando se le pregunta sobre la importancia de los lugares de trabajo en el proceso creativo de los artistas, Adolfo hace un descubrimiento. Se levanta del asiento visiblemente emocionado. Camina hacia uno de los cuadros, en el que destacan los colores rojos y señala que inicialmente había visualizado esa obra con tintes más blancos, pero que no le salió conforme lo planeado. Mira hacia las paredes y “cae en la cuenta” que alrededor de la obra hay mucho blanco, lo que “ahora que lo pienso” influyó para cambiar la idea original.

El pintor expresa también que lo opuesto le pasó con otro óleo, en el que pareciera que replicó una de las manchas azules de la terraza que se alcanza a ver desde el sitio donde se para a pintar.

“Si estás en un lugar muy pequeño y lo que buscas es uno muy grande, entonces vas a dejar pocos elementos para llenar la obra, porque lo que quieres es un vacío. Entonces la obra no se está volviendo como la que quiere el vacío, porque el vacío ya lo tienes y la obra se vuelve caótica, llena de elementos, porque es lo que te está haciendo falta en el espacio”, reflexiona sonriente.

Días de diálogo, contemplación y creación


Decía José Clemente Orozco del oficio del pintor, que lo único que necesitas es observar bien qué pasa, tanto en lo que se refiere a la materia misma, como tela, colores o aceite. O los efectos que se producen en color y proporción: “Observa bien tus cuadros, todos los días, y ellos mismos te dicen si están bien o mal, si les falta o les sobra, si están acabados o no”.

Adolfo Weber platica con sus pinturas. Esto no quiere decir que lo haga porque sigue los consejos del creador de El hombre de fuego, aunque tampoco significa lo contrario.

El egresado del Instituto Cultural Cabañas afirma que no sabe si se puede llamar pintor, pues él siente que es un mensajero de sus cuadros, que plasma lo que le van ordenando; un títere de cómo quieren lucir. “No poseo un control sobre lo que ves aquí”.

En un día de trabajo, sale de su hogar a las 11 o 12 del día. Cinco minutos después llega caminando a su taller y lo primero que hace es cambiar las pinturas de lugar.

“Tardo como una o dos horas en verlas, en estar dialogando con ellas o tratar de entender qué es lo que me quieren decir”. Dice que su proceso es muy lento, porque es muy distraído y empieza a imaginar mil cosas.

Arriba con el objetivo de pintar, pero suele pasar que no pinta nada, simplemente disfruta del sonido de su propia voz que resuena en las habitaciones vacías. Medita y aprovecha la luz solar, pone música y la mente comienza a imaginar.

“A veces paso cuatro horas y no hice nada. Ésa (dice apuntando a una pintura) tiene como dos semanas que no la he modificado. ¿Por qué?, porque estoy conviviendo con ella y en el momento en que decida cambiarla se va a volver otra persona”.

Su jornada termina cuando se mete el Sol o tiene hambre. El día siguiente volverá a contemplarlas para iniciar un nuevo diálogo.

“Al final, acabo con mucho silencio, que es dónde encuentro la poética, donde encuentro esos habitantes que aquí en la casa no hay, aunque puede que también estén hablando ellos”.

PERFIL

La trayectoria


Adolfo Weber (Guadalajara, 1968) realizó sus estudios en la Escuela de Artes Visuales del Instituto Cultural Cabañas (1988–1992).

Desde 1990 ha tenido exposiciones colectivas e individuales en Jalisco, Colima, Zacatecas y Nuevo León;  también ha expuesto en Düsseldorf (Alemania), Madrid, y Nueva York (Estados Unidos).

Fue dos veces ganador del premio Salón de Octubre en Guadalajara y obtuvo mención honorífica en tres ocasiones.

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