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La Sierra de Manantlán

Un pedazo de tierra que conserva la riqueza natural

GUADALAJARA, JALISCO (17/FEB/2013).- En días pasados me convidaron a subir a la Sierra de Manantlán, y no tuve más que aceptar antes de que me lo dijeran dos veces. Ya de antes, había tenido la inquietud de explorar aquellos hermosos paisajes, que desde siempre me habían platicado lo hermoso que eran.

Manantlán está por allá por… qué les diré… por el lado de Autlán. Bueno pues, por El Grullo por decir algo. Se puede también llegar por el lado de Manzanillo, metiéndose por la antigua hacienda de Santiago y luego el legendario Chandiablo, hasta El Chico, y luego por la brechita por la que se remonta uno hasta Cuzalapa y El Durazno, entre caminitos revolcados por donde sacaban troncos y más troncos de los arbolones que vestían aquellas serranías.

Conocidos personajes de nuestra sociedad, y también otros menos afamados, se encargaron de dejar pelones una buena parte de aquellos montes. Ruinas de los aserraderos, cerros devastados y montañas de aserrín en donde no crece ya nada por la acidez que le resultó a la tierra, es todo lo que queda de aquellos nefastos imperios madereros de otros tiempos, desparramados entre los mogotes de bosque que lograron subsistir.

Hace unos años, al darse cuenta de que estábamos perdiendo este bosque de pinos, cedros, robles, encinos y oyameles, junto con toda la flora y fauna que lo acompaña, se decidió declararlo como Área Natural Protegida y Reserva de la Biosfera, con lo que se evitó seguir perdiendo esos hermosísimos bosques plagados de manantiales, de cantos de jilgueros, de venados, tacuaches, pumas y jabalíes, víboras de cascabel y trogones de colores, hongos y líquenes, bromelias y orquídeas, paz y silencio, aunque con unos pocos manchones de mota y problemas de tenencia de la tierra. (Estos últimos, son pequeños contratiempos que quizá puedan hacer un poco inquietante la jornada).

En fin. Eran casi las 11 de la noche cuando, después de varias horas de brecha oscura y polvorienta, más allá de El Chante, llegamos; tras de una cerca de piedra que creímos era el lugar despejado ideal para acampar. La inquietud de no saber en donde estábamos, se fue despejando al calor de unos cuantos “roncos” (ronconcoca) a la luz de las estrellas. Los satélites que rasgaban el cielo apresuradamente y una que otra estrella que se caía mientras nos hablaba de lo efímero de la vida, nos hicieron conciliar el sueño con la tranquilidad de un bebé.

La mañana se despertó con el paso de los rancheros que, cazanga en mano, se dirigían a sus labores entre chiflidos y pláticas atenuadas con la sordina de sus paliacates. Los jilgueros no faltaban. Los chilaquiles que preparaba nuestro amigo chef. La vista de los montes de nuestros alrededores y la expectativa de una buena caminata, nos hicieron desprendernos de nuestros amorosos “slipings” sin más averiguación. Unas seis horas de caminata monte arriba, nos llevaron a caer casi sin aliento en la cima de una loma desde donde según nos habían dicho se divisaba el mar. Para algunos de nosotros, nuestra vista nunca fue más allá del hermosísimo birote con jamón y un aguacate apachurrado que teníamos entre las manos que… sabía a gloria; pero… la esperanza de que el camino de regreso fuera menos… menos… era lo que nos alentaba.

El Sol bajó. Los verdes se hicieron más intensos. Los jilgueros entonaron los solfeos. Los enormes oyameles verticales bailaban desacompasados entre sí. Las veredas se hacían más amables de bajada. Las pláticas se hicieron más floridas, y la tarde-noche al llegar al campamento se recogía llena de estrellas invitándonos a aventar las botas mojadas y refugiarnos al calor de una chamarra, para dejar que la arenita deliciosa cerrara nuestros párpados y esperar la caminata del día siguiente, que estábamos seguros transcurriría nuevamente entre arroyos y manantiales de agua fresca que son típicos de esas montañas de la Sierra Madre. Así transcurrieron varios días inolvidables en Manantlán: “Lugar de manantiales”.
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