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Fatiga crónica

No muevan nada

GUADALAJARA, JALISCO (07/MAY/2011).-  Van a ser las 11 de la mañana de un miércoles, a un ladito de la Basílica de Zapopan: por la Avenida Hidalgo, en el carril de poniente-oriente. Justo en la esquina donde paran los camiones, casi donde se encuentra un sitio de taxis, por el carril que va pegado a la banqueta, un auto de alquiler (taxi, pues) se detiene. De la parte trasera, del lado contrario de la banqueta, una mujer abre la puerta para descender, justo en el momento que un midibús de la ruta 24-A pasa a un lado.

Sí, efectivamente la imprudente ha sido la mujer, por intentar bajar del lado de la calle y no del lado de la banqueta, como cualquier ciudadano civilizado y consiente lo haría. Pero, ¿qué ha pasado en esos dos segundos en la escena en la que ahora todos ponemos los ojos? Nos ha hecho voltear el rechinido del freno del midibús. La mujer abrió la puerta, pero no se alcanzó a salir, ni siquiera un piecito asomó. El midibusero, hábil él, frenó, pero no pudo evitar que su unidad rozara con el filo de la puerta y ésta quedara ligeramente doblada, un poco atorada, pero no dañada al grado de no poderse arreglar. Si estuviésemos cerca del Cabañas, ahí donde se ponen los tipos con su martillo y te sacan el golpe del carro en unos minutos, otra cosa sería.
Dos minutos después del frenón, de la expectación, del “Jesús en la boca” (dijera mi abuelita), la señora que venía en el taxi se bajó por el lado que debió haberse bajado y se fue de ahí, muy oronda. El taxista saca su teléfono celular y dice que le va a marcar a la mutualidad, quienes escuchamos esto deseamos que la mutualidad sea algo así como su seguro y no una mafia –porque a eso suena el término- que venga a sorrajársela al midibusero. Porque no es por hacer chisme, pero el chofer del midibús se bajó muy decente (pudo haber huido, como suelen) y le dijo al taxista, luego de echar ojo a la puerta: “Fue tu culpa”.
A lo que el taxista, indignado, le contestó: “No muevas nada, ya veremos”.

Y ambos se pusieron a hablar por teléfono. Los pocos pasajeros que traía el midibús, previendo que aquello no tendría buen fin, se bajaron. La señora que venía en el taxi ya andaba de seguro, o echándose un rosario en la basílica o comprando sus verduras en el mercado. Lo sorprendente era que un buen puño de personas, paradas desde sus diferentes trincheras, seguían viendo aquella escena, como si estuvieran convencidos de que en cualquier momento iban a brotar conejos blancos del cofre de alguno de los autos (mi pantano también fue de esos, pero yo tenía justificación: estaba haciendo una crónica). Viendo la escena estaban un par de franciscanos (que no fueron buenos para desenredar aquel nudo), tres señoras con bolsas de mandado, la que vende revistas, la de las gorditas, el de las aguas, etcétera, etcétera.

A los 10 minutos la fila de autos que esperaba a que las cosas se normalizaran tenía ya al menos cinco cuadras. En un rato más llegaría a la altura del lienzo charro La Generala. Y es que nadie podía pasar por el estrecho espacio que quedaba entre el midibús y el camellón. ¿Nadie? ¡Cómo no! Un camión trepó, en su desesperación, sus dos llantas izquierdas al camellón, logrando con esto pasar, pero también rompiendo al momento el machuelo del camellón. Y luego otro. Y así, por media hora, hasta que llegaron los del seguro.
Escenas como ésta se repiten todos los días por todas las calles de la ciudad. ¿No podrá evitarse la tontería esa de “no muevan nada” cuando alguien choca? ¿Importan más dos que acaban de chocar que docenas que tienen que pagar el pato?
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