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Fatiga crónica
Debería ser lo mismo; y no lo es
Y no lo es.
2. La glorieta de Insurgentes, como suele sucederle a cualquiera que vuelva años después a algún lado, se me hace más pequeña de lo que tenía registrado en mis recuerdos. Siempre sucia e insegura, a pesar de que una patrulla está siempre ahí, con las luces encendidas (¿por dónde entra y sale?). Y las opciones de salida hacia las grandes avenidas o las pequeñas calles de la Zona Rosa (hoy más bien zona de múltiples colores). Siempre me ha sucedido lo mismo, nunca acierto a tomar el atajo perfecto, por más que regrese una y otra vez al mismo punto y, ensayado el error, crea que por fin lo haré bien. Imagino a las personas que siempre están ahí, sentadas sin que parezca les corra el tiempo, vernos cómo elegimos una salida que ellos saben ya, es equivocada para nuestro destino. Casi escucho sus carcajadas, su intercambio de miradas cómplices, gozando de saber que –otra vez– caminaremos más de lo que queríamos, no sin el consuelo de saber que para la próxima sí sabremos por dónde salir. Una certeza que, al menos momentánea, nos hace sentir que es segura.
Y no lo es.
3. Al observar y utilizar el Macrobús que circula sobre la Avenida Insurgentes nos queda claro que el que tenemos en Guadalajara es una mala copia. Y burda. En el DF funciona como relojito: es limpio, hay gran seguridad y hasta baños. El tema de las estaciones es notable: ¿por qué habrían de ser mucho más grandes y estorbosas las de Guadalajara si se supone que las utiliza menos gente? Y así es: las de Insurgentes no sólo son delgadas, sino que caben perfectamente en la avenida, conviviendo con los automóviles, ni siquiera son tan largas como aquí. Por lo mismo, hay más cercanía entre estación y estación allá. Lo cual no parece lógico si pensamos en la cantidad de pasajeros que desplaza una y otra línea. Allá, lo sabe la gente, el Macrobús se ha convertido en una solución, aquí se ha vuelto un problema para muchos.
Y no lo es.
4. El tema gastronómico debería ser una crónica aparte. Sólo me voy a referir a la comida callejera. Está el caso de las señoras que se ponían con su puestecito, comal y todo, a vender tlacoyos, pero sólo en ciertas zonas, digamos, populares de la ciudad. Hoy están también en colonias como la Condesa. Y los chicos “condechis” están encantados de desayunar y comer ahí, porque es cool (y barato y rico, cómo no). Luego está el caso de lo que venden los puestos a las afueras de Chapultepec: 10 tacos en 10 pesos, dice el letrero y lo pregona el vendedor, gritando a todo pulmón. Y hay gente ahí que los compra y los come. Y los seguimos después durante cuadras y cuadras y no caen, nunca los vemos caer, al contrario, se divierten. Comer en la Ciudad de México debería ser caro.
Y no lo es.
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