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Fatiga crónica

La vida: un derecho y un revés

GUADALAJARA, JALISCO (02/ABR/2011).- Están sentadas sobre unos banquitos, unas, porque las otras están sobre la bardita color rojo ladrillo de la jardinera. En todo caso, todas están haciendo algo en común: tejen. Aquellas mujeres se han apropiado de un pedacito del espacio público que de hecho les pertenece. ¿Por qué no han escogido la casa de alguna de ellas para reunirse a tejer? ¿Por qué no un espacio, digamos, más amable y acogedor? Seguramente porque para ellas, para la mayoría de las casi 10 que están congregadas hoy, ese es el espacio ideal, ahí en la plaza frente a la Quinta Zona Militar. Es posible que la mirada y cercanía de los militares no las ponga nerviosas, como a muchos sí, sino por el contrario, se sientan seguras, protegidas, en esta ciudad en la que de repente la violencia ya asoma en el lugar menos esperado.

Aquí hay mucha luz para que las mujeres vean lo que están haciendo sus hábiles dedos con esos hilos y el estambre. Si hubieran escogido estar bajo techo, quizá no habría un foco lo suficientemente grande para aluzar debidamente el entronque entre el derecho y el revés y en esos casos, sin quererlo se engarza no un derecho y un revés, sino un revés y un revés y al parecer eso no está nada bien. Y si ese foco tuviese los watts necesarios, aparte de alumbrar bien, provocaría calor, mucho calor y con el calor se suda y sudando se distraen en eso, se entretienen quitándose el sudor con la manga de la camisa (aunque no traigan camisa) y entonces no se está debidamente preparada para manejar diestramente el crochet.

En la plaza hay mucha luz, demasiada, de hecho, y para los ojos de las ya no tan jóvenes (aunque sí, de vez en cuando en el grupo se les ve a algunas chiquillas que quizá más que aprender esta ciencia oculta del tejido con ganchos, acompañan a sus madres o abuelas). Y también hay suficiente aire que se siente que sopla de todas partes. Y bajo la sombra de esos árboles, que quizá no están tan frondosos como los de la contra esquina (San Felipe y González Ortega), pero sí alcanzan a dar algo de sombra.

Porque antes ya estuvieron de aquel lado, en la otra orilla, bajo el gran árbol. Pero sucede que ahí se acumula mucha gente, la que espera el camión, y está también el puesto de periódicos y las tiendas: de frutas, de chácharas, la lonchería, la de las copias, una bodega, la casa de empeños, la paletería y el ir y venir quizá no las dejaba concentrarse. Por eso se movieron a la esquina de San Felipe y Zaragoza, pero nomás mientras el Sol no pegó fuerte, de diciembre a febrero, porque ya ahora hace falta una sombra. Y ahí están, como casi todos los días, a la misma hora, platicando mientras tejen y tejiendo mientras platican, haciendo como que no escuchan lo que sucede en la plaza, absortas en la chambrita, en la carpetita, en el chaleco: sin escuchar los cláxones de los autos que circulan por González Ortega, sin ponerle demasiada atención a los estudiantes de la Prepa 1 que juegan todos los días futbol, sin preocuparse mucho porque los besos de la parejita que está a escasos metros son cada vez más intensos. Tampoco les preocupa el hombre del costal (¿qué traerá en el costal?) que se queda un rato viéndolas y luego se marcha balbuceando sabrá Dios qué bendiciones para el Dios del tejido.

Mientras el mundo marcha, ocurren terremotos y tsunamis, hay guerra en Libia, aparecen cuerpos mutilados en la ciudad, avientan granadas que no estallan a policías, ellas, aquí, controlan su feliz mundo dando sólo un derecho y un revés.
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