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Fatiga crónica

Tres estampas de la inseguridad nuestra de cada día

GUADALAJARA, JALISCO (19/FEB/2011).- Uno. Aurelio conduce su camioneta por López Mateos, con rumbo al sur. Son las seis de la tarde, es miércoles y el tráfico empieza a complicarse, pero aún no es desquiciante, como lo suele ser después de las siete. Antes de llegar a Las Fuentes, le llama la atención que un auto negro, con los vidrios polarizados lo sigue muy de cerca, así que decide hacer una maniobra que, o bien lo coloque ya en el terreno de la paranoia o de plano lo ubique en el de la franca desesperación: se sale a la lateral de una forma un tanto intempestiva. Segundos después, al voltear por el retrovisor, se da cuenta que el auto negro también –con hábiles trabajos– ha seguido su ruta. Los nervios comienzan a apoderarse de él: no sabe bien cómo actuar, no está del todo seguro si lo mejor será pisar el acelerador y conducir infinitamente o de plano detenerse. ¿Y si se detiene y el auto negro también? Mientras sigue conduciendo y se acerca al Periférico siente cómo su cuerpo suda ligeramente. No sabe qué hacer, duda incluso si no son sólo sus nervios, la paranoia con la que se vive las última semanas, ¿o de plano sí lo estarán siguiendo? Apenas pasa el puente del Periférico, acelera tomando el lado derecho. El carro negro lo sigue de nuevo y la maniobra se la saca de la manga: acelera más, rebasa a un midibús y da un giro repentino en la entrada a Santa Anita, hacia la derecha. Voltea al retrovisor sólo para confirmar lo que segundos antes sospechaba: el carro negra ya no lo pudo seguir, si es que lo intentaba. Fernando quiere detenerse, pues siente que le tiemblan las piernas, pero sigue conduciendo y lo hará mecánicamente al menos por varios minutos más.

Dos. José y Érika acuden a la Plaza de la Liberación a un concierto masivo. Tenían dos opciones para divertirse esa noche de fin de semana: ir a ese concierto gratuito o acudir junto con sus amigos a festejar un cumpleaños de un compañero de trabajo en un bar. La decisión final no tuvo que ver ni con el tema económico ni con los artistas que se presentaban, según confiesan: fue porque el bar que escogieron sus amigos es un bar al que van muchos “buchones”. Cuentan que desde hace varias semanas circula una lista en internet, con los nombres de los antros que frecuentan los narcos, los que –dicen- hay que evitar, por como están las cosas. Sin embargo, tanto Érika como José sentirán raro, porque dicen que es la primera vez que les sucede, que a la hora de querer entrar (sí, entrar: aunque es una plaza pública, durante los conciertos de celebración por el aniversario de la ciudad se colocaron vallas por todas y cada una de las calles que conducen a la misma) un grupo de policías los registró concienzudamente a ambos. Y no sólo eso, mientras observaban el concierto no dejaron de ver, por todos lados, policías: caminando, en bicicleta, por un lado, por el otro y el helicóptero de seguridad pública rondando los aires. Es curioso, dicen, cómo hay algo, muy en su interior, que no los deja estar tranquilos a pesar de tan exagerada seguridad.

Tres. Fernando llega a un café-bar de la zona de Chapultepec a una reunión de amigos un domingo por la tarde. Deja su auto con el valet parking. Luego de, cuando mucho, una hora de departir, observa cómo el valet parking entra intempestivamente y pálido acude al dueño del establecimiento para decirle algo. Ellos dialogan unos minutos y Fernando, no sabe aún por qué, pues no cree en las latidas, no deja de inquietarse mientras los observa. Vendrá el dueño del lugar a la mesa en la que está Fernando, luego de que el valet parking lo señalara, a informarle que su camioneta se la han llevado. Sí, narra el valet parking que llegaron varios tipos y a punto de pistola exigieron a los dos chavos que se dedican a estacionar los carros de los clientes del café, a que les entregaran las llaves de dos camionetas que les señalaron. Como el terreno en el que estacionan los autos está en una calle poco circulada y peor siendo domingo por la tarde, ni pensar en que la policía hubiese pasado. No dispararon un arma, nadie salió lastimado y ahora Fernando sólo tendrá que esperar a que, o aparezca por ahí su camioneta o que el seguro se la pague.

Son estas tres historias verídicas que le han ocurrido a habitantes de esta ciudad. Y por falta de espacio no habrá, al menos por hoy, más. Pero de que las hay y desgraciadamente cada vez más, las hay.
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