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Fatiga crónica
¿Puedo seguir a usted sin que se dé cuenta?
Se sienta junto a mí un tipo que evidentemente tiene el pelo pintado de negro. Viste de traje, carga un maletín. Se lo coloca sobre las rodillas y comienza a buscar la combinación para poder abrirlo, pero se percata que lo estoy viendo y suspende la operación. O al menos es lo que concluyo de la actitud que le veo tomar. Me acuerdo que traigo el periódico, no era mi intención leer aquí, pero lo abro y finjo estar interesado en las noticias, sólo para transmitirle tranquilidad a mi compañero de banca. De reojo lo sigo observando cuando ya abre el maletín, pero lo voltea para que yo no pueda ver lo que hay dentro. O al menos es lo que interpreta mi paranoia del movimiento que hace el tipo, quizá él siempre abre así su maletín, ladeándolo.
De repente lo cierra, se para y echa a andar en dirección al Palacio de Gobierno. Un primer impulso me hace querer ir tras él. Pero desisto pronto, pues sé que será demasiado evidente. En el momento que lo veo irse me acuerdo de un relato de Enrique Vila-Matas que se llama “La hora de los cansados”, en el que el protagonista decide seguir a personas que le parecen interesantes, peculiares. Como me lo pareció el hombre del pelo pintado y el maletín con combinación secreta.
Pero para algo así se requiere tiempo y yo no tengo ahora de sobra. Si me he sentado aquí, como si fuera un desocupado, es sólo porque de vez en cuando hay que aguzar los sentidos, estar dispuestos a dejarse sorprender por las cosas que parecen las más insignificantes y descubrir que no lo son.
Ahora pasa frente a mí una señora que me ha parecido más peculiar que el del maletín: viste muy arapienta, pero está maquillada como Pita Amor, lleva además un par de bolsas repletas de no sé qué. Sus zapatillas azules casi logran hipnotizarme. Mientras la veo caminar, pienso que puedo seguirla, no va tan lento como para aburrirme. Y ahí vamos, cruzando la plaza, hasta llegar a la rotonda y luego por Hidalgo hasta pasar frente al Palacio Municipal. He descubierto que lo que sea que lleve en las bolsas no pesa, quizás sea ropa, es posible que la señora ande recolectando ropa usada y que la venda. O que la lleve a alguna institución de caridad. De repente da un giro hacia la calle de Pedro Loza y entra al templo de La Merced. Yo entraría, pero es un templo que a veces me da miedo, eso sí, ahí hay puños y puños de personajes que son susceptibles de aplicarles lo que acabo de hacer con la viejita de las bolsas y zapatillas azules.
Ahora, del interior del templo sale presuroso un hombre que viste bien y ha llamado mi atención por eso, porque parece haber salido de la bolsa de valores y no de un templo. A pesar de que lleva un paso veloz, lo sigo. Camina hacia el centro (bueno, más hacia el centro), toma Pedro Moreno y justo en un puesto de revistas compra tiempo aire para su celular. Fija los ojos en un diario de nota roja, pero no lo compra. Saca de su bolsillo algo que creo son unas llaves y hace una llamada, mientras vuelve a retomar el paso veloz. Sigue (seguimos) por Pedro Moreno rumbo a Federalismo. Yo conjeturo posibilidades sobre su oficio y su destino. No sé por qué pienso que puede dirigirse hacia el tren ligero. ¿Y si va para allá, seré capaz de ir con él? Y de pronto, en una esquina, repentinamente se sube a una camioneta negra de vidrios polarizados que ha estado ahí, al parecer, esperándolo.
Esto se acabó ya. No más. Al menos por hoy.
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