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Fatiga crónica

En el Jardín de San José, unos días después de la quemazón

GUADALAJARA, JALISCO (27/NOV/2010).- A las seis de la tarde de un miércoles, la Plaza de la Reforma nunca había recibido tanta atención: son decenas de personas las que la recorren, con un inédito afán turístico. Una señora pasea a un grupo de niños: a uno lo lleva en carreola (unos serán sus hijos, otros sus vecinos o a algunos quizá, hasta les cobró por llevarlos) y al tiempo que lentamente recorre la plaza de Norte a Sur y de oriente a poniente, va diciéndoles: “miren, todo está bien quemado, ¿se acuerdan cuando lo vimos en la tele?”.

La Plaza de la Reforma es más bien conocida como el Jardín de San José, pues está a un costado del templo del mismo nombre. Desde hace muchos años se instala ahí, cada temporada, un tianguis con productos navideños. Hace unos días, por la noche, el tianguis ardió todito y hoy decenas de cuadrillas del Ayuntamiento se encargan de limpiar, ante las miradas curiosas de docenas de personas.

Quizá resulte obvio decir que la plaza huele a quemado, lo que no, es que conforme camina uno de un lugar a otro, el olor a quemado cambia: cerca de la palmera el olor es distinto al que se percibe en la fuente. El edificio de departamentos que está atrás, al final de la plaza, luce todo ahumado, llama la atención ver las macetas ennegrecidas y las plantas chamuscadas. Me siento en una banca, limpia ya, frente a la ferretería San José que está en la esquina de San Felipe y observo cómo ofertan material navideño en sus vitrinas. Venta segura mientras no regresen las series chinas. Se sienta ahora una señora a mi derecha, saca un cigarro, lo prende y fuma con pasión que contagia. La observo de reojo mientras ella observa a los perros de la Casa de los Perros que está enfrente. Parece dejar ir el estrés de todo el día en cada fumada. La dejo ahí y me voy al centro de la plaza. Me acerco a la palmera más alta, la palpo y se me llenan los dedos de ollín, se me figura un palitrigo de chocolate; la punta está coronada con tres hojas amarillas, quemadas también, pero por el frío. ¿Reverdecerá la próxima maldita primavera? ¿Y el gran árbol junto a ella? Esto parece una instalación de un artista conceptual: el árbol está también con quemaduras de tercer grado, pero a pesar de que algunas de sus hojas son carbón, no se han desprendido de las ramas y hay otras que todavía contagian la posibilidad de la vida, por el verde que muestran.

Hay personas que caminan sobre la acera de la avenida Alcalde y apenas miran de reojo las mantas que anuncian que en unos días más el tianguis estará de nueva cuenta ahí. La tarea, hace unos días, parecía imposible, pero las cuadrillas han trabajado y siguen haciéndolo ahora: unos barren y barren, otros recogen los últimos vestigios de objetos carbonizados, unos más plantan nochebuenas en los jardines y remueven la tierra que, dicen, con el carbón se está abonando gratuitamente.

Me acerco a la fuente. ¿Habría agua ahí la noche del incendio? Pues si la hubo, se evaporó: los mosaicos están ahumados y la piedra de la fuente por fuera está quemada, en unas partes más que en otras.

Voy ahora al centro de la plaza, ahí donde está el muro que dice “La Reforma en el sitio en el que se libró la batalla decisiva”. Las letras están chamuscadas, algunas han desparecido y las placas están a punto de caerse. ¿Pero qué no eran de metal? ¿Por qué se quemaron tan feo? Pero lo que más llama la atención en este punto es el busto de un prócer reformista jalisciense, del que ahora queda sólo un raro vestigio: como si lo que hubiera estado ahí era un cacahuate y al sentir el primer calorcito hubiera huido despavorido, dejando sólo parte de la cáscara. Unos niños con mochila a la espalda llegan hasta aquí y mientras ven el cascajo sobre el pedestal de piedra, les digo que la noche del incendio el busto explotó y salieron de él murciélagos de colores. Ambos pequeños abren los ojos sorprendidos y mientras se van de ahí me dicen “ooooorale” y corren y yo los imagino llegando a su casa a contar la mentira que quizás otros niños les creerán.

Paso junto a don Jorge Álvarez del Castillo, que sigue sentado leyendo su periódico y al que ni siquiera le calentaron las llamas. Lo observo e imagino que me dice que no me distraiga viéndolo cuando hay mucho más que observar por ahí.

Regreso a la banca donde dejé a la señora fumando, como ya me había visto ahí antes, me saluda como si nos conociéramos de diario. Luego, en un claro afán por sostener una charla, me suelta sin avisar el dato de que ella de vez en cuando llega aquí para fumarse un cigarrito o dos, antes de llegar a su casa, porque luego sus hijas la regañan si fuma. La colilla está a punto de terminarse y yo la observo que de repente no sabe qué hacer con ella: cuando pienso que la va a aventar, la tira cerca de sus pies y la pisa, mientras me dice: “mejor así, no vaya yo a provocar un incendio”. Y se va sin despedirse.
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