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Fatiga crónica
Dos historias reales de “ubícame en la vida”
Un martes, mientras el maestro imparte su clase, que en esta ocasión –como en las 17 anteriores– es de solfeo, ocurre algo. No se sabe qué, pero algo. A mitad de la clase, mientras el maestro movía acompasadamente ambos brazos de arriba hacia abajo y de abajo hacia arriba y en círculos, como emulando los clásicos movimientos de un director de orquesta, de repente y sin motivo aparente queda como petrificado y sin proferir sonido alguno. Momentos antes estaba pronunciando sonidos guturales que iban del “titi-tata” al “tata-titi”.
No habla, no se mueve, su vista está fija en el horizonte y una claridad hasta entonces nunca antes conocida se apodera de su mirada. Podría decirse que la “neta” le ha llegado así, de repente y sin que se lo esperara. Lo único que alcanzó a pensar fue: “¿qué diablos estoy haciendo aquí, si yo soy chofer de trolebús?”. Sin decir nada, el maestro salió del salón dejando sus pertenencias y un tenue rumor entre los alumnos que se preguntaban qué había pasado. “De seguro que te vio que lo estabas imitando y se enojó”. “No, yo creo que ya le ganaba del baño”. “A lo mejor se acordó que dejó a sus canarios en el Sol”.
Las especulaciones entre los alumnos crecían en número y subían de tono: “A lo mejor fue con tu hermana”. Una era la preocupación principal: ya faltaban sólo 20 minutos para que terminara la clase, así que, ¿volvería a tiempo para dejar tarea? Avanzaron los minutos, se agotaron y el “Titi-tata” (nadie escapa a los apodos... mucho menos en la secundaria) no volvió, ni ese día ni el siguiente. Ni ninguno de los que siguieron.
Después hubo otro maestro, pero nunca hubo una explicación (al menos oficial) a la desaparición repentina del “Titi-tata”. Si un día no hubiese llegado y ya, sin más, no hubiera habido tantas especulaciones.
El problema era que 60 alumnos habían presenciado su “ida”. El misterio viene a develarse meses después, cuando tres alumnos de ese mismo grupo le piden la parada al trolebús, suben y ven al “Titi-tata” frente al volante. No saben si pagarle o no. Finalmente le pagan y se van a sentar hasta atrás.
Como se había adelantado líneas arriba, en el momento en que abandonó el salón, más bien, segundos antes, había adquirido conciencia y un rayo de luminiscencia le penetró directo al cerebro para comunicarle la única verdad: “sí, yo soy trolebusero”.
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La segunda imagen va así: un grupo de parroquianos asiste a un café varias veces por semana. Poco a poco van conociendo todo: a la dueña, a su hijo, a sus empleados, a los demás parroquianos, incluso a los proveedores.
Todo va normal, hasta que un día, en una plática ociosa, el grupo de parroquianos se entera, por voz de una de las empleadas, que aquel que creían hijo mayor de la dueña del café, no es más que otro parroquiano, un cliente, sin más. Y es difícil de aceptar la verdad, porque antes lo veían despachar, cobrar, ordenar. Tenía que ser el hijo de la dueña, el más responsable, el que se ocupa de todo, el que sin duda heredaría el negocio. Y encima, se le parecía a la dueña. Cómo aceptar que no, que era uno más.
Desde entonces, los parroquianos que se enteraron de la gran verdad, ya no lo veían igual, preferían pagarle a alguna de las muchachas. Cómo iban a pagarle a un cliente. Un cliente –eso sí– que se ocupaba de casi todo, incluso de bajar la cortina por las noches, y por supuesto que también tenía acceso directo a la caja.
El caso es que un día, martes por la mañana, San (que así se llama... qué quieren: hay nombres así, pues) se encontraba limpiando minuciosamente una cafetera italiana detrás del mostrador, cuando en eso, uno de los parroquianos antes mencionados lo mira, mientras platica animadamente con otro, voltea la vista hacia los ojos de San y éste ha quedado inmóvil, como petrificado, con la mirada perdida hacia donde se encuentran las mesas de los comensales. Son apenas unos segundos que bastan para que un rayo penetre en el cerebro de San y lo haga cobrar conciencia: “pero si yo también soy cliente”.
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Los mecanismos que operan para que uno se encuentre en situaciones en las que no debería de estar y sea consciente de ello, ya sea que se anime a huir o no, son extrañas y de difícil comprensión. Lo que podemos imaginar, como un simple ejercicio, son las “iluminaciones” que en un momento dado tienen las personas. Si vemos a un funcionario del gobierno, pensativo, como petrificado, mientras atiende las preguntas que le hacen los representantes de los medios de comunicación, seguramente estará pensando: “pero si yo debía estar ordeñando las vacas”. O bien, a una señora leyendo poemas en una mesa, frente al público: “pero si yo debía estar checándole el tiempo a la señora a la que le acabo de poner el tinte en el cabello”.
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