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Fatiga crónica

Una historia de la serie “Episodios con taxistas vallartenses”

GUADALAJARA, JALISCO (30/OCT/2010).- Puerto Vallarta, Jalisco. Era el año de 2007. Estaba en la zona de la Marina Vallarta y necesitaba llegar al centro, a la zona del Malecón. Le hago la señal de parada a un taxi y éste, de venir en el carril de alta velocidad, pasa al lado de la banqueta donde me encuentro, con un volantazo que en ese momento debió alertarme, pero no: uno a veces no atiende las señales divinas que lo cachetean para despertar y sigue en su sueño de la vida.

Le digo al taxista que cuánto me cobra al Malecón, me revira diciéndome que cuánto me cobran normalmente, le contestó una cantidad que me parecería justa si yo fuera taxista baratero y él asiente afirmativamente. No puedo decir que contento del todo, pero sí diré que satisfecho por lo que consideré un triunfo, me subo a la parte trasera del auto.

Calculo entonces, que en un tramo correspondiente a tres cuadras, el taxista ya había llegado por lo menos a unos 80 kilómetros por hora. Fue cuando sentí la velocidad, cuando el aire que entraba por las ventanas comenzó a despeinarme, que advertí que algo no estaba del todo bien.
Miré entonces al chofer de la única forma que podía verlo: por medio de su retrovisor frontal. tenía los ojos rojos, la mirada perdida y al tiempo de estarlo viendo, noté que realizaba un movimiento muy extraño, se daba sentones en su propio asiento, movimiento que empezaba muy leve, hasta que era evidentemente notorio, momento en el que, supongo, se daba cuenta que yo me daba cuenta que lo hacía y entonces dejaba de hacerlo... para volverlo hacer de inmediato.

Yo procuraba hacerme el disimulado, el que estaba interesado en el paisaje (paisaje en el que, evidentemente y a fuerza de pasar por ahí todos los días, no estaba interesado ya), en la gente, en el bonito destino de playa... pero sus movimientos eran cada vez más extraños y desesperados. Comenzó luego a pegarse con fuerza en la nuca con la palma de la mano derecha (conducía entonces con la izquierda ¡y a gran velocidad!), como si tuviera ahí una pulga que le estuviera picando o algún otro insecto al que quisiera no sólo matar, sino dejarlo bien aplastado, bien planito.

Le pregunté entonces si estaba bien. Él me miró por el retrovisor ignorando mi pregunta y me preguntó si podíamos desviarnos, unas cuantas cuadras, antes de llegar a donde tenía que dejarme. Yo no pude decirle que no. O sí pude, pero no me pareció conveniente. Había adoptado el carácter del hombre de mundo que no se sorprende de nada: si no me sorprendió la velocidad a la que manejaba, los volantazos, sus ojos vidriosos e inyectados, su muestrario de tics mientras conducía, ¿por qué iba a sorprenderme que quisiera que lo acompañara unas cuadras “adentro”

Justo llegando a la entrada del pueblo, luego de pasar la gasolinera, dio vuelta hacia la izquierda (acción lógica y la única inteligente que se puede hacer estando ahí: si gira uno a la derecha, sólo podrá avanzar una cuadra, porque lueguito lueguito está ya la playa y luego harto mar. Y así.) y se internó en la colonia 5 de Diciembre. Entonces paró frente a una lúgubre casa, que cualquiera hubiera imaginado estaba deshabitada, tocó el claxon de una manera muy singular y cuando se asomó apenas alguien, hizo una seña que no entendí.

Debo admitir que para entonces estaba yo muy, muy nervioso. Imaginaba que quizá el tipo lo que estaba a punto de hacer era asaltarme, que la seña que había hecho quería decir “aquí está el ingenuo corderito, vengan a destazarlo”. Lo que alimentaba mi poco optimismo era que no estaba del todo oscuro aún, que había personas caminando por la calle, incluso algunas, como se acostumbra allá, sentadas en la banqueta sobre sillas de mimbre, tratando de que les diera un poco de fresco.

Estaba con mi actitud de todo esto que estoy viviendo es de lo más normal, a todos les pasa, de nada me sorprendo (que fue con la actitud que viví siempre allá, los cinco años que tuve que hacerlo), cuando salió un tipo moreno, que sólo traía puesto un short y se acercó al taxista para, muy disimuladamente, darle algo que no alcancé a ver qué era. El taxista le dio un billete y antes de encender el auto para emprender la marcha, se acordó que me traía, volteó a verme y me dijo: “¿a usted no se la va a ofrecer nada, amigo?” Dije entonces que no, con la cara más pagada de mí, como queriendo decir que no, que no se me ofrecía porque estaba yo muy surtido, mientras veía cómo el taxista aspiraba, como si tuviera frente a sí a la rosa más olorosa que hubiera tenido nunca en la vida. Y el moreno del short entonces me dijo: “Pues ya sabes, vale, cuando se te ofrezca, por aquí estamos”.

El taxista arrancó y en tres minutos estábamos ya donde le había pedido que me dejara. Le pagué, me bajé y me olvidé del asunto.
Sólo lo volví a recordar, meses después que pasé caminando frente a aquella casa, cuando ví que en la puerta había una mesita en la que se ofrecían dulces, refrescos y chicharrones.
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