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Fatiga crónica

Yo sí endulzo mi café, y qué (con una posdata)

GUADALAJARA, JALISCO (23/OCT/2010).- Son las siete de la mañana, se ha soltado un extraño friecito que pega o muy temprano o muy tarde. Además hay que despertar, o más precisamente, terminar de despertar, así que la cafeína es más que necesaria. Cerca de la Minerva lo único que se me ocurre, por práctico y rápido, es el Starbucks. Enfilo hacia la entrada del drive thru. Me divierte siempre que como la entrada es compartida para el estacionamiento pagado de otros negocios, el vigilante piense que me voy a meter a la brava y sin recoger el boletito de entrada: justo cuando se me va a venir encima para reprenderme, yo giro hacia la izquierda y entro al carril de la cafetería.Luego viene la siempre belleza del discurso patético dulzón de la empleada del café, que está más interesada que mi madre en cómo es que estoy. A veces le digo que bien (que es la respuesta que escuchan en el 99% de las ocasiones) y corto por lo sano, pero de vez en cuando les respondo seriamente y le hablo de achaques que invento en ese mismo momento o de mis deudas bancarias y sus insistentes llamadas nocturnas o mañaneras.Ahora no veo a la chica, pues tengo frente a mí un menú y una bocinita por la que sale su fría, chillona e impostada voz, pero trato de adivinar sus movimientos allá adentro: trae el uniforme verde con negro, el cabello agarrado y en lugar de lápiz, un agitador deteniendo el chongo y mientras habla conmigo a través de la diadema-micrófono, está despachando a otros clientes. Son naturalmente infieles estas empleadas. Siempre se extraña que pida sólo café y no me den ganas de alguna otra cosa, de manera que ofrece y ofrece opciones, hasta que se convence de que sólo compraré café. “Te veo en la ventanilla”, me dice y entonces yo avanzo hasta allá, preparando ya el dinero. Ahora veo, por esa pequeña ventanita, cómo es que se multiplican, las tres que están ahí: al tiempo que charlan a través de la diadema con los clientes que llegan en auto, atienden a los que les piden en la barra y van preparando las bebidas. Sus respuestas están automatizadamente programadas y su amabilidad es edulcorada. Pienso que si les hiciera alguna pregunta distinta a las que normalmente les hacen, como por ejemplo ¿por qué trabajas aquí o cuánto ganas al día?, me responderían (eso sí, muy educadamente): “no estoy programada para responder eso, señor”. Me cobra, me da el cambio y minutos después, con una sonrisa forzadísima, me da el café al tiempo que me desea un buen día. Es entonces que yo la regreso a la realidad, antes de que inicie la preparación del venti caramel machiatto, con esencia de avellana, descafeinado con leche light y sin crema batida, que le han pedido. Le digo que si me puede dar tres sobresitos de Splenda. Y entonces, la comedida joven, como si le hubiera yo pedido azúcar extraída de las minas del Sur de Madagascar, fuera de sí, me voltea a ver con espanto y de su boca sale una sola palabra planteada a modo de interrogación: “¿tres?”.Yo dudo un poco, pienso si no es verdad que no he despertado del todo, que me hace falta ya la cafeína y que a lo mejor la sorpresa de la chica tiene que ver con que en un dislate, del que no me he percatado, dije 10, en lugar de tres.Le digo entonces que sí, que tres, que uno, dos, tres. Tres sobresitos de Splenda. Ella, al tiempo que me los da, me dice que me va a saber muy dulce el café. Como su reproche más que endulzarme me enchila, le contesto de brotepronto: sí, la verdad es que quiero que me dé un coma diabético... y si se puede, aquí mismo.Yo me voy, seguro de que ya he despertado del todo sin necesidad de meterme cafeína; ella seguro seguirá atendiendo con su amabilidad edulcorada, pero sin fenilalalalanina.

Posdata: La semana pasada, el domingo por la noche, para ser exactos, mi amigo Francisco Vázquez (a quien dedico esta crónica), estaba en un establecimiento de esta misma cadena, ubicado sobre Mariano Otero, cerca de la Expo. Como es muy común, él y otras personas se encontraban con sus laptops, conectados a internet. Entraron entonces tres jóvenes armados con pistolas y al tiempo que amagaron a los ahí presentes, les fueron recogiendo tanto las computadoras como sus teléfonos celulares. Se llevaron cinco compus y cuatro celulares. Refiere mi amigo que los ladrones eran veinteañeros no tenían mala facha y en todo momento se mostraron muy nerviosos. La alarma del lugar nunca funcionó. Los empleados estaban tanto o más asustados que los robados. Ahora, tras varios días de luto por su laptop y después de haber asumido pagar el café más caro de la historia de su vida, dice que ojalá y su experiencia y la de a quienes robaron, sirva para tener más cuidado al salir con la compu. O respaldar los archivos. O de plano tomar mejor café en casa.
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