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Fatiga crónica
Todo fuera como cantar y cantar
Entrar no fue fácil. Hay reservaciones ya, hay gente que espera en la entrada a que le digan que ya, hay que prometer que el grupo que entra ha de beber por lo menos dos botellas y de ser posible ya. A la entrada, de rigor, la revisión exhaustiva; adentro un gran galerón con mesas y sillas y un escenario al frente. Porque este no es un antro como otros, en este la gente viene a una de dos cosas: a cantar y que todos escuchen y vean o a ver cantar y a escuchar. O quizá sólo a tomar, para aguantar los gritos y mentadas, si llegado el momento hay suerte de que le toque cantar. Porque conforme los asistentes van llegando y pidiendo, el mesero recogerá, en un papelito, la solicitud de la pieza a cantar, mesa por mesa. Hay encima un gran recopilador con cientos y cientos de opciones a las que, dice el mesero, todas las semanas se suman más y más. En la pared del escenario, por un lado, una gran variedad de sombreros colgados, estolas y, en fin, diferentes tipos de vestuario y accesorios que podrá colgarse quien tenga la suerte de subir. El lugar sigue llenándose, poco a poco y en las mesas se apuran a decidir quiénes subirán cuando les toque. Los menos avezados leerán casi todo el contenido del recopilador y cuando se decidan a entregar el papelito al mesero, habrá decenas de solicitudes antes ya.
Mientras comienza el espectáculo, Martín acomoda, en una esquina del baño, todos los productos que oferta noche a noche. La variedad es la de una tienda de barrio en potencia: cacahuates, dulces, chicles, chocolates, pastillas, pastelitos, papas... pero también algunas cosas que no son precisamente comestibles (aunque a las tres de la mañana y con tanto alcohol dentro, ya no se sabe), como gel y cera para el cabello, perfume, talco, desodorante (¿deveras hay quien comparte el “mum bolita mágica” así como así?) (pues según parece sí), cepillos, peines... y luego está la parte médica: pepto bismol, alka-seltezer, aspirinas, paracetamol... y algunas otras pastillas que Martín cuenta se le venden muy bien.
Hay que dejar que Martín siga con sus preparativos, porque afuera una voz femenina ha tomado el micrófono para gritar que es hora ya de comenzar con la diversión, que preparen sus gargantas. En una mesa un chavo se dirige a otro diciendo: “wey, a lo mejor nos toca y yo no me he tomado ni tres para agarrar valor”.
Afuera de este antro-karaoke todavía hay mucha gente, algunos nunca entrarán. Adentro han subido ya los primeros cantadores de la noche: no lo hacen tan mal, no lo hacen tan bien, pero al parecer le han llamado la atención a algunas de las mesas que son pobladas sólo por mujeres. La animadora se encarga de avivar el fuego: “muchachas, estos dos vienen de solteros; ya saben”. Y sí, lo saben, pues en un rato ellos terminarán en una de aquellas mesas desde donde les llueven piropos.
Pero la noche es corta, así que hay que apurarse: uno tras otro van subiendo al escenario, desde las distintas mesas, a veces en parejas, a veces en bola, a veces, pero muy pocas veces alguien sube solo. En estos casos se trata de personas que tienen alguna experiencia, que cantan en algún bar y que vienen aquí a recordar que hay niveles. Pero a la gente, que para estas horas de la noche ya lleva algo de alcohol en las venas, lo que le importa no es precisamente el talento, para eso está la Academia. Es lo que le gritan, desde una mesa de puros hombres, a un tipo que ha subido a cantar una de Alejandro Fernández y que no lo hace tan mal. “Vete a la Academia”. El grito no va acompañado de aplauso y reconocimiento, sino de reproche y quizá de algo de envidia.
En lo que resta de la noche vendrán no sólo cantantes, sino que habrá algunos concursos que, invariablemente, terminarán regalando lo que aquí parece sobrar: alcohol. Luego, música para bailar, un conato de bronca a la salida, una mujer que se cae al suelo sin mayor explicación, algunas parejas que se gustaron y ahora se besan y abrazan... y Martín, en el mejor rato de la madrugada, que no sólo vende bien sus productos (“con el hambre y aquí nada que venden de comer, se comen hasta las gomitas”), sino que se anima a recetar a quienes con trabajos logran encontrar algunas monedas para darle su propina. Como el tipo que ahora se toma tres terramicinas, porque dice que a las tres de la mañana la noche es joven y hay otros antros que no cierran tan temprano como éste. Y se marcha.
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