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Fatiga Crónica

Dos estampas del Jardín de San Francisco

GUADALAJARA, JALISCO (29/ENE/2011).-  Jardín de San Francisco, 7:00 am.

Recién acaba de amanecer. Los camiones circulan sin cesar tanto por Prisciliano Sánchez como por 16 de Septiembre. Muchas personas en la parada del camión, otras más caminan rápidamente, solos o con niños de la mano, que serán llevados, muy probablemente a la guardería. Algunos más son estudiantes de secundaria o preparatoria que, evidentemente, ya no llegaron a tiempo a la primera clase.

Pero hay algunos personajes más que llaman la atención en este jardín: no, no es aquella señora que llega con bolsas de comida que les tira a las palomas que se agolpan a sus pies; tampoco aquel hombre que pide monedas y que carga sobre sí kilos y kilos de cobijas. Se trata de varias personas, mayoritariamente hombres, que llegan a ocupar un lugar en alguna de las bancas verdes, frías e incómodas y que traen consigo un ejemplar de EL INFORMADOR. Es curioso observar cómo algunos ya traen el ejemplar consigo y otros lo adquieren justo en el puesto que se ubica en la esquina de Prisciliano Sánchez y 16 de Septiembre. Y más curioso observar cómo todos, como si se hubieran puesto de acuerdo, llegan y se ponen a revisar muy atentamente el diario.

Si tenemos más cuidado en observar,  nos daremos cuenta que todos están leyendo la misma sección: el Aviso de Ocasión. Y si somos más perspicaces podremos advertir que aunque no vienen todos uniformados, sí pareciera que se han puesto de acuerdo en vestir de manera formal (algunos incluso con corbata), como si fueran a acudir a una cita de trabajo.

Y sí. Ya estando más cerca de cualquiera de ellos puede uno advertir cómo han ido señalando con una pluma aquellas ofertas que más les interesan, aquellas en las que ya se ven trabajando, para, al terminar de revisar la sección minuciosamente, echarse a andar hacia donde haya que hacerlo, pues lo mejor será ser el primero.
Y así es como luego de haber ocupado todas las bancas del jardín, uno a uno aquellos hombres, con el periódico bajo el brazo cual mapa que los conducirá a donde se les solicita, abandonarán, al menos por hoy, la frialdad de las bancas de acero. Quizá estén aquí mañana, quizá no. Probablemente regresen muy pronto, aunque muy seguramente en sus adentros nadie de ellos lo desea.

Jardín de San Francisco,  cinco de la tarde

Es la hora de la tarde en que el periódico vespertino llega a las manos de los boleros, taxistas y demás interesados, en los alrededores del jardín. Viene calientito, apenas a unas cuadras de donde se ha impreso y el olor a tinta no se puede ocultar.

Un par de taxistas del sitio 3, que están a la espera de clientes, tienen ahora el diario en sus manos y lo examinan como si lo que quisieran fuera tratar de encontrar un código secreto. Algo hay de eso. Si logramos acercarnos más, veremos cómo lo que observan es el cartón político. No parece interesarles que sea chistoso, pues lo voltean, lo ladean, se voltean a ver las caras y parece que se intentaran poner de acuerdo en algo. Sí, por fin han llegado al acuerdo definitivo: lo que se esconde en el cartón es un número 3, que para alguien, digamos, más racional, no son más que los ojos de uno de los monos del cartón, que vistos queriendo encontrar un número, pues sí, sí pareciera un 3, volteado.

¿Para qué querrían encontrar un supuesto número oculto estos taxistas? Muy sencillo: existe la creencia de que ese número será la terminación en la que caerá el premio mayor de la Lotería Nacional de ese día, así que luego de haber encontrado la clave, hay que salir corriendo a comprar billetes de lotería, en esta ocasión con terminación en tres.
¿Por qué quien elabora el cartón de ese diario vespertino habría de tener la capacidad, digamos, pitonisa, de adivinar la terminación del premio mayor de la lotería y luego dibujarlo, escondido, en su cartón, para así compartirlo veladamente con el público lector? Misterio.

El caso es que, luego de que se corre la noticia de que el premio caerá en 3, quienes pertenecen a esta santa y desconocida secta, acuden a comprar su suerte o a apostarle al número descubierto. Al otro día, o quizá más tarde se vivirán sólo dos probables escenas: cuando sí le han atinado al número, la felicidad del triunfo, pasajero y quizá no muy cuantioso, pero triunfo al fin y la certeza de que no es aquello una locura, una ocurrencia heredada por alguien (Guillermo se llamaba aquel taxista que, dicen, inició con esta tradición y que cuentan, cuando se hubo sacado un premio muy gordo, dejó los taxis para comprarse un rancho de pericos); y cuando no le han atinado al número y descubren que finalmente ha salido otro, regresan al cartón sólo para descubrir que, efectivamente, era un 6, en el rulo de un personaje y no el 3, el falso 3 con el que se fueron con la finta.

Pero ya vendrá el viernes, si es que este martes no hubo suerte. Y después el martes de nuevo y así, uno tras otro, hasta que la suerte se apiade de ellos.
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