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Fatiga Crónica

En una lúgubre calle por la que nada ni nadie pasa

GUADALAJARA, JALISCO (31/JUL/2010).- Es cerca de la media noche y estoy dentro de mi auto, estacionado en una lúgubre calle del centro de la ciudad, por las Nueve Esquinas, escuchando la radio y esperando a que alguien salga de su casa, entre al auto y podamos irnos de ahí. Pero eso no pasará, al menos en la próxima media hora. El tiempo puede pasar más lentamente aún si uno lo desea, sobre todo cuando se tiene enfrente una calle en la que no pasa nada: se ven algunos autos estacionados, uno tras otro y muy de vez en cuando pasa algún coche circulando lentamente cuando advierte la cantidad de baches que las lluvias han logrado abrir, con tenacidad; y a lo lejos observo a un hombre que camina por la banqueta y que al llegar a la puerta de una casa se detiene, saca un juego de llaves y mira para un lado y luego para el otro, como queriendo asegurarse de que nadie lo observa. Qué equivocados podemos estar a veces sin saberlo. El hombre aquel ha ido prendiendo las luces de su hogar, lo sé no porque ande tras él (si chismoso no soy, pero es que la vida me coloca en situaciones en las que no me queda otra más que serlo y aceptarlo con dignidad), sino porque desde donde estoy se puede advertir cómo, una a una, van iluminándose las habitaciones de la planta alta, muy claramente visibles, pues las ventanas están completamente abiertas.

Hubiera podido seguir adivinando lo que aquel hombre hacía en su hogar de aquella calle lúgubre por la que nada ni nadie pasa, de no ser porque las luces de un auto se han ido acercando muy lentamente y ahora se han apagado y del auto descienden dos personas, un hombre que conducía, pero ya no, pues se ha apresurado a bajar de su lado para correr hasta el lado contrario y abrirle la puerta a una mujer de vestido muy corto. Ambos caminan abrazados, muy lentamente, hasta una puerta. No hay que tener un coeficiente intelectual muy elevado para deducir que él la ha acompañado a ella a su hogar y que ahora vendrán los arrumacos y la amorosa despedida a la puerta de una casa en una calle lúgubre por la que a esta hora nadie pasa, nada pasa y nadie observa. O casi nadie.

Mi posición es muy cómoda: no es que sea un mirón, un metiche que ande agazapado tras los arbustos, observando lo que no debo. No. Yo estoy dentro de mi auto, sentado, escuchando la radio, esperando a que alguien salga de su casa y si miro el espejo lateral, puedo observar a una pareja comiéndose a besos, cada vez más intensos y no podría explicar por qué exactamente, pero si hace unos minutos deseaba que a quien espero saliera ya, ahora deseo que no salga, pues me incomoda la posibilidad de sentirme descubierto de algo que no hago.

De pronto, como salida de quién sabe dónde, una luz azul y roja, centellante, se advierte en el ambiente. Es una patrulla que circula, cuadras atrás y que muy lentamente se acerca a la escena del delito, quiero decir, del deleite. Hay segundos suficientes para que la pareja se dé cuenta, se despida, él suba al auto, ella entre a su casa y aquí no pasa nada.

Mientras veo alejarse a la patrulla, pienso que si se hubiese tratado no de una pareja que legítimamente se amaba al amparo de la oscuridad, sino de un ratero que intentaba forzar la puerta para entrar a robar, la luz centellante de la patrulla lo habría advertido para, cómodamente, guardar su herramienta y echar a andar sin levantar sospechas.

Ahora escucho, en la calle sobre la que nada pasa y nada se escucha, un ruido a lo lejos, como el de una podadora. O como el de una bomba de agua. Apago el radio para poder identificarlo mejor, pero a lo único que atino es a escucharlo cada vez más cerca. Y es cada vez más fuerte el ruido, pero no logro ver nada. Y de pronto aparece: es una camioneta que sobre sí trae un armatoste del que sale una especie de humo, que va arrojando hacia las fachadas de las casas. Ya había visto yo esas cosas cuando viví en Vallarta, pero aquí no. Lo que no entiendo es el caso de echarlo así nada más, el fumigante, sobre las tristes fachadas, sin que entre a las casas, como debe ser. Mientras pienso eso, me observo con las manos sobre el volante, como si estuviera manejando y veo a un mosquito sobre mi brazo que, muy seguramente, me ha estado chupando la sangre desde quién sabe qué horas. No espero a que llegue el fumigante para que muera, lo aplasto con todas mis fuerzas y al ver la máquina sobre la camioneta pasar junto a mí, pienso si este no será un mensaje y el que maté un aedes aegypti. Trato de observarlo, de ver si tiene las rayas blancas en las patitas, pero el accidente lo ha dejado irreconocible.

Observo al hombre aquel que entró hace un rato a su casa, como, mientras advierte que se aproxima la camioneta con el armatoste lanzando el fumigante, cierra sus ventanas sin miramientos.

Ya me ha salido una roncha y me da comezón y me rasco. Paranóicamente pienso que si me da dengue, tengo que contar el momento en que supe que el mosquito me había picado, con lujo de detalles. No me dio, pero de todos modos lo cuento.
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