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Fatiga Crónica

La amargura de tener un auto y no poder guardarlo en el bolsillo

GUADALAJARA, JALISCO (10/JUL/2010).-  Un sobrino va a visitar a su tía, que vive en Atemajac, por la calle Vergel. Tiene que estacionar su coche en la calle, porque ella vive en un pequeño coto. Justo frente a la casa de su tía, hay una entrada para cochera y junto, espacio suficiente para que se estacionen dos Ford LTD tipo lanchas, de los que ya sólo existen en la imaginación ochentera de algunos. Pero el carro del sobrino es un Fiesta, así que no hay problema. Apenas baja del auto y una señora abre la puerta de su casa de manera violenta y se cruza de brazos, mientras ve el auto estacionado. Su actitud es la de quien mira indignada una escena altamente reprochable. El sobrino voltea a todos lados y concluye, avispado, que es a él a quien miran. "¿Acaso habré tapado la cochera? ¿Me habré estacionado en línea amarilla? ¿Obstruí un acceso para sillas de ruedas? ¿Maté al gatito de la señora sin fijarme?", son las preguntas que se le vienen a la mente al ya para entonces compunjido sobrino, mientras revisa que los seguros del auto estén bien puestos. En eso, aparece en la escena, saliendo de la misma casa un hombre de edad avanzada, alto, con sombrero y que podría haber pasado desapercibido, de no ser porque en su mano derecha porta un machete. El sobrino suda frío, pero al tiempo piensa que él no ha hecho nada indebido (al menos eso parece), de manera que pretende actuar con tranquilidad. Entonces el del machete se dirige a él con una pregunta un tanto, digamos, curiosa: “¿Qué, acaso yo no tengo derecho?”.

Después de haber escuchado la portentosa frase, el sobrino no sabe qué hacer con ella. Porque si bien, cree, pudiera ser una frase fuera de toda lógica en la situación que vive, al final, pues sí, supone que sí, que el del machete tiene derecho. ¿De qué?, no lo sabemos hasta ahora, pero de que lo tiene, muy seguramente. Y si no, el machete en mucho le ayudará.

El argumento del señor del machete es que el espacio frente a su casa es suyo, es decir, para que se estacionen quienes él crea que deben estacionarse, de preferencia sus hijos y nunca extraños como el sobrino que visita a su tía. El gran pedazo frente a su casa es parte de la calle, del espacio público: no hay línea amarilla, ni entradas a cocheras, pero, ¿acaso es algo que se pueda razonar con un señor que porta, amenazante, un machete que para acabarla de amolar está oxidado? (Si no muere uno del machetazo, a los pocos días lo mata el tétanos).

El sobrino sube al auto y busca un lugar a unas cuadras de ahí. El del machete vuelve a ganar una batalla que, dicen, gana siempre, sin siquiera despeinarse.

***

El sobrino de la tía de la anterior crónica va ahora, unas horas más tarde, a la Plaza Tapatía de compras. Se mete al estacionamiento subterráneo, justo el que está bajo la escultura conocida popularmente como “el rabito de Porky”. El estacionamiento está lleno, pero la suerte ha querido que se tope con un espacio que parece escondido en medio de tantas camionetas de las que suelen aplastar autos más pequeños, con grandes neumáticos, en espactáculos de plazas de toros. De pronto, como si se hubiera estacionado en la calle, aparece un franelero, que lo aborda y le dice que si quiere que le cuide el auto. Ante el asombro del sobrino que al momento corrobora que sí, que efectivamente se metió al estacionamiento y no está en la calle (porque trae ahora el boleto de acceso que deberá pagar al salir y lo palpa por si hubiere duda), el franelero le dice: “es que fíjese que se andan robando mucho piezas de los coches, aquí en este estacionamiento, entonces pues nosotros andamos cuidando que no le hagan nada al suyo, nomás pidiéndole una coperación de 20 pesos”.

El sobrino piensa que, ahora, esta situación le favorece más, pues el individuo que le pide cooperación no trae machete (a menos que lo traiga escondido bajo la franela, lo cual es poco probable). Sin embargo, mientras voltea para todos lados y observa la obscuridad de un estacionamiento sórdido, piensa que quizá 20 pesos bien valgan la pena por no meterse en problemas, aún cuando la estacionada ya le vaya a salir, en total, en más de 50 pesos. Saca dos monedas de 10 pesos de su bolsillo y se las da al franelero, con más mala gana que convicción, mientras el tipo le pretende infundir confianza, sonriéndole, escoltándolo hasta las escaleras y asegurándole de varias maneras que su auto no correrá peligro, pues para eso está él ahí.

En la noche, antes de dormir, el sobrino, recordando los dos episodios que le tocó vivir ese día, no alcanza a digerir bien lo sucedido. Sólo sabe que algo está muy mal en todo esto y como sin quererlo se siente parte de ello, dormirá con un amargo sabor de boca.
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