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Estampas de canes

Paseando a la perra, otro día, un repentino pitbull aparece a unos pocos metros

GUADALAJARA, JALISCO (12/FEB/2017).- Algo a pasear a mi perra. Al pasar por un arbusto, la perra estornuda. Le digo, bien educado como soy, “salud”. Un tipo, que va pasando, se burla y me dice: “¿Y le entiende, el chucho?” Por ir mirándonos, el tipo se estampa en un ficus. Se le cae el cigarro. Acaba en el suelo. “Salud”, le digo. Aunque no me entienda.
 
*
Paseando a la perra, otro día, un repentino pitbull aparece a unos pocos metros, entre un auto estacionado y unos árboles. No lleva correa. Ante la tibia reacción de su dueña, quien camina con la vista fija en el celular, el animal se lanza sobre nosotros, babeante. Como somos veteranos de los ataques de bestias neuróticas, levanto por los aires a mi mascota (que es una Beagle y está aterrada), como si fuera una bailarina de ballet. El pitbull pega unos brincos de loco, lanza tarascadas, y termina por echarme un mordisco que se lleva un pedazo de la manga de mi chamarra.  

A paso de tortuga, la dueña nos alcanza. “Ay, no hace nada”, justifica. Sólo al ver el estrago de las mandíbulas de su angelito en mi manga, se pone un poco pálida. “Es la primera vez que hace eso”. En la mano lleva, sin usar, la correa del can, que es una cadena con picos de reminiscencias punk unida a un correaje de cuero negro como para participar en rituales ocultistas.  

“Se me hace que me traje al otro perro”, termina reflexionando la mujer, mientras intenta controlar al demonio de Tasmania que, ahora, se dedica a despanzurrar unas bolsas de basura. Botan por allí y por allá huesos, latas, papeles, corazones de manzana. “Este no es el Happy, es el Thunder. ¡Me traje al Thunder! ¡Ay, perdón!”

Mientras mi perra se encarama entre mis hombros y cabeza (y si pudiera, saldría volando), la mujer marca un número en su celular. De una casa, a tres puertas de donde estamos, sale su marido, muy sonriente, y domina la situación. Encadena a la bestia maldita. Le habla melifluamente, como si fuera un bebé, y le da una galletita.  

“El Thunder es bravo. A ese no lo saques así nomás. Ya te dije que el Happy es más cafecito”, explica el tipo. La mujer sonríe. “¿No le hizo herida?”. Lo que quiero es irme y niego con la cabeza.  
Se van.

*
Otro  día, otro paseo. Encontramos a una perrita idéntica a la mía (misma raza y colores) dando vueltas a una glorieta, desorientada. No tiene placa identificadora. Pero sé dónde vive porque la vi antes, en una cochera, y el parecido con mi propio animal me hizo fijarme en ella. El sitio se encuentra a unas diez calles. Lentamente avanzamos. La extraviada y mi perra se olfatean y juguetean y logro irlas conduciendo.  

Una media hora después llegamos a su casa. Una reja alta, muy adornada. Con espacio suficiente entre los barrotes para que la beagle de marras salga a su arbitrio. Pulso el timbre. Luego de un rato que me parece demasiado largo aparece un adolescente somnoliento en la puerta. “¿Sí?”. Lo miro. “¿No es este tu perro?”. Parpadea como si no entendiera. “El que no tiene correa”, le digo.  

“¡Mamá, ya trajeron a la Frida!”, grita. Sale una señora que evidentemente está de un humor de los mil diablos. “¡Ahí estabas!”, le dice a la perra. Le abren la puerta. Nadie me dice gracias, claro. Se ponen a regañar a Frida como si fuera una adolescente que se hubiera ido de juerga.  

Nos vamos.

Al día siguiente, claro, nos topamos a Frida a quince cuadras de allí.

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