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El último día

Esa jornada de reflexión que antecede el final de las vacaciones

GUADALAJARA, JALISCO (12/ABR/2015).- Mañana volverán a clases varios millones de niños desesperados y a sus oficinas otros tantos de resignados padres (o de solteros que, sin deberla ni temerla, se verán copados en el transporte público y las calles por esos niños y esos padres caminito de la escuela). Pero antes de que el pequeño Apocalipsis se desate, está el largo pantano del día previo, esa jornada de reflexión que antecede siempre al final de las vacaciones y que nos da un adelanto (un “abonito”, dirían los antiguos) del mismísimo Juicio Final.

El domingo anterior al regreso a la escuela y el trabajo es, para la inmensa mayoría de los niños y adultos, un día siniestro. Ni el futbol ni las películas ni las caricaturas preferidas distraen. El tiempo se detiene, como si quisiera que paladeáramos con todo detenimiento el horror del descanso que se va. La angustia comienza al abrir los ojos con las primeras luces (es un día propicio para madrugar inútilmente, bajo la consigna de “irse acostumbrando”) y ya no se termina. El desayuno, ya sea frugal o excesivo, cae mal. La comida deja en la boca un regusto a ceniza. No conviene tratar de atenuar las penas con alcohol, porque entonces sobrevendrá una reseca maléfica y casi instantánea, que no sólo no paliará el malestar sino que conseguirá aumentarlo. Las calles, durante ese macabro “día antes”, estarán convenientemente silenciosas. No habrá juegos ni charlas animadas. Los perros se quedarán sin pasear.

Es probable que sean las vacaciones de Semana Santa en las que este fenómeno alcanza su cumbre. A fin de cuentas, en Navidad suele haber regalos que consuelen un poco (y una acumulación de posadas de la que uno, tarde o temprano, quiere huir) y en el verano el descanso es más extenso. Tanto, que en ocasiones hay niños que llegan a mediados de agosto esperando regresar a clases para ver si se desaburren. Pero en el receso primaveral no hay nada de eso: solamente un calor terregoso que hace que muchos lloren en silencio por la playa o alberca donde se zambulleron apenas unos días antes.

Uno de los casos clínicos ineludibles para hablar de este tema es el del niño que se pegó a su cama para no ser llevado a la escuela. Sus padres y toda el agua hirviendo del mundo fueron incapaces de remover el pegamento. Tuvieron que intervenir los bomberos para desunirlo y una foto de su mano adherida a la cabecera de metal recorrió las primeras planas de varios periódicos. Paradójicamente, este niño triunfó en toda la regla, porque cuando el director de su escuela vio la noticia, decidió suspenderlo. Así, obtuvo una semana extra en casa (aunque sus calificaciones se habrán ido al basurero).

Otro tanto hacen miles de empleados. Yo tuve una secretaria a la que todo el ciclo de la vida le ocurría al regresar de vacaciones: enfermaba, se daba cuenta de un embarazo, se le morían las abuelas, se le agripaban los niños, se le extraviaba el gato… Los retrasos y los infaltables “san lunes” se multiplican escandalosamente al volver de una vacación. “Fíjese, licenciado, que la carretera estaba imposible y entramos a la ciudad como a las tres de la mañana. Caímos como fulminados y por eso apenas voy llegando”. O: “Fíjese que estoy hace 36 horas en el aeropuerto de Celaya y nomás no despegan los aviones. Hubo sobrecupo y nos están reacomodando”. Poco importa que Celaya esté a dos horas y media por carretera: lo importante es no llegar y sentir que uno escapa de ese destino funesto que se experimenta como una muerte en vida el día final de las vacaciones.
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