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El libro de los Reyes
Se acerca el momento de degustar la tradicional rosca, tragar 'monos' y evitar llevar los tamales
No pienso abrir la Wikipedia para ilustrarme sobre el origen de la rosca dichosa pero estoy seguro de que, como muchas de las cosas que los españoles trajeron a América, nadie se imaginó en lo que terminaría convertida en estas tierras (aquí hago un paréntesis para pedirle al experto que me manda la historia precolombina de cada cosa debajo del cielo que se abstenga esta vez, porque estoy seguro que la rosca de Reyes no desciende de la costumbre de comerse los intestinos de las víctimas de la Guerra Florida, aunque a veces conserve ese sabor).
Acá hay todo tipo de roscas: las incomestible de los supermercados, que tienen la peculiaridad de convertirse en piedra a las pocas horas de compradas (y desvanecerse en polvo cuando uno, ingenuo, pretenden resucitarlas sopeándolas en chocolate caliente); las roscas de las panaderías tradicionales, que saben a lo mismo desde el año 1900 y que a veces pueden ser deliciosas; las roscas hipster, elaboradas sin gluten, con puro ingrediente orgánico y técnicas provenientes de los panaderos bávaros del siglo XVI, y que cuestan como si estuvieran elaboradas con harina molida por las patitas de Scarlett Johansson.
Nadie, sinceramente, se compra una rosca de Reyes para sí mismo. No: esos platillos están pensados para el consumo colectivo. Las compran los padres y madres para llevar a la casa, las compran el jefe o algún empleado argüendero para la oficina, las llevan los alumnos lambiscones para los profesores y terminan siendo consumidas por el salón de clases entero. El caso de esta aparente generosidad es el viejísimo juego de la tensión y la humillación aparejado con los monitos. ¿Por qué comemos algo cuya finalidad última es entorpecer la masticación con un muñequito de plástico que es una suerte de vale negativo, es decir, que en vez de hacernos ganar algo nos obliga a perderlo?
Por suerte, ya sea por deglutir el mono o por hacerse el loco a la hora de cumplir, casi no hay quien cumpla con el mandato “tradicional” pero siempre eludido de llevar tamales el día de la Candelaria a la casa, oficina o salón involucrados. La costumbre de no cumplir con los tamales dichosos es casi un símbolo de la impunidad mexicana. Por otro lado, algunos han encontrado el modo de sustituir la tamalada por cosas sin duda más interesantes, como pagarles los tragos al resto de los presentes, o al menos una cubetita de cervezas.
Las roscas son, a la vez, fósiles de los gustos de generaciones anteriores. Por ejemplo, la fruta cristalizada, que es inmunda y que casi siempre termina apartada en una orilla del plato, era considerada suculenta por gente que nunca probó el chocolate untable de cien pesos el bote. Sí, estoy de acuerdo en que el chocolate untable de cien pesos es burgués, detestable y absurdamente caro, pero también es obvio que es delicioso. Y la fruta cristalizada, lo lamento, sabe a reliquia de los tiempos de Venustiano Carranza. Me atrevo a pronosticar que será erradicada en algún futuro, apenas el resto de país descubra que es más fácil tragarse el monito que un pedazo de cáscara de naranja horneado.
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