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El laberinto de las formas y los fondos
La liberación de Florence Cassez pone nuevamente en la mesa el debate entre justicia y legalidad
La concesión del amparo a la ciudadana francesa dividió al país en dos posturas que lucen irreconciliables. Por un lado, aquellos que piensan que el debido proceso no es sólo un asunto de “formas”, sino que constituye el fondo de un estado de derecho. El debido proceso constituye el espíritu del estado democrático: la igualdad de todos ante la ley. Como prescriben tratados internacionales en la materia, el debido proceso es un derecho humano inalienable que asegura imparcialidad del poder público y una defensa justa apegada a derecho. Minusvalorar transgresiones al procedimiento jurídico sería sinónimo de avalar la ilegalidad, de combatir al delito con su misma fórmula. Sólo a través del debido proceso, la justicia es perdurable y legítima. La fuerza del Estado es sólo legítima si se sustenta en el respeto a los derechos de los procesados, es un factor de equilibrio jurídico en una sociedad civilizada y democrática.
Por el otro lado, hay una corriente en la opinión pública que piensa que las formas no deben ser el escondite para no sancionar crímenes que lastiman a la sociedad. En un país como México, donde el derecho es excesivamente codificado y el cumplimiento de todas las garantías del debido proceso es una labor titánica, los juzgados son presa de las “tiranía de las formas”, de la preeminencia del procedimiento sobre el fondo del delito. Así, en casos tan evidentes donde la culpabilidad del acusado ha sido debidamente probada y el inculpado ha tenido acceso a un piso mínimo de derechos, los procesos pueden obstaculizar la administración de justicia.
Las víctimas se vuelven los únicos perdedores en un juego en donde el acusado utiliza recursos para dilatar las sentencias y legalismo para salir bien librado. Que el debido proceso no es una garantía de todos, sino de aquellos que pueden pagar los costos y contratar a abogados de primera línea. Lo dijo el propio Felipe Calderón en los días previos al debate sobre el amparo para liberar a Cassez en marzo de 2012, no por proteger demasiado al derecho, se deje de hacer justicia.
El fallo
La dicotomía entre ambas visiones que han salido a la luz tras el fallo de la Primera
Sala de la SCJN se agudizan en un país que mezcla indignación por el poco resultados de las autoridades en el combate al delito y donde la cultura de la legalidad es un proceso de fermentación muy lenta. La tasa de impunidad en el país llega a niveles alarmantes. Solamente 2% de los crímenes que se cometen en el país encuentran un castigo en juzgados, y la incapacidad del Ministerio Público para armar expedientes con eficiencia deja en muchas ocasiones a las víctimas del delito como las grandes derrotadas del proceso judicial. ¿De qué sirve acudir a tribunales si la respuesta siempre será la misma? El hartazgo con la inoperancia de las instancias de administración e impartición de justicia en el país, ha llevado a que el “justicierismo” se convierta en una doctrina popular entre la población. Ante instituciones anquilosadas, pesadas, sin capacidad de respuesta, surge inmediatamente la tentación de los juicios sumarios, de la justicia expedita basada en percepciones.
La imposibilidad de la sentencia
La ausencia de cultura de legalidad en el país queda de manifiesta en estudios de opinión. Según la Encuesta Nacional de Cultura Política y Prácticas Democráticas (ENCUP), 55% de los mexicanos creen que no hay que obedecer una ley cuando está es injusta. Así, las percepciones se colocan por encima del pacto constitutivo, la justicia definida personalmente se superpone a los procesos democráticos que tuvieron como resultado una nueva legislación. Como señala Luis Carlos Ugalde, en su último libro Por una democracia eficaz, una de la herencia de la Revolución Mexicana fue la preeminencia en la cultura política mexicana de la justicia, entendida como valor abstracto no necesariamente apegado a derecho, sobre la legalidad. Asimismo, hay que agregar que la percepción social de que la impunidad se agrava en los estratos más favorecidos, entre los empresarios y los políticos, provocan mayores resistencias sociales a obedecer las reglas, y por lo tanto, menos aprecio a los procesos jurídicos y al estado de derecho.
La argumentación del ministro Arturo Zaldívar Lelo de Larrea, a la que se suman los ministros Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena y Olga Sánchez Cordero, que tuvo como corolario la concesión del amparo a Cassez no significó la resolución de la inocencia, sino la imposibilidad de llegar a una sentencia que no estuviera contaminada por los vicios del proceso: montaje, violación a sus derechos consulares, dilación para ser presentada ante el Ministerio Público y la transgresión del principio de presunción de inocencia. La forma se convirtió en fondo para el ministro, para determinar si Cassez es culpable, habría que disolver toda la nube de culpabilidad y señalamiento social que generó un manejo desaseado del proceso jurídico. Como sucedió hace ya casi 50 años con el Caso Miranda, que significó la aparición de la Quinta Enmienda que obliga a los uniformados a leerles a los detenidos sus derechos antes de ser procesados, los fines no reinaron sobre los medios.
Ese es el peligro que corre una democracia que le da la espalda a los procesos por identificarlos como meras formas, el ciudadano queda expuesto a las arbitrariedades del poder público, quien puede definir la justicia en base a criterios políticos o de coyuntura, y no precisamente en la observancia de los derechos fundamentales que marca el contrato social, es decir, la Constitución. El Caso Cassez no es el primer síntoma de que la SCJN ha abrazado una tendencia “garantista”, lo vimos en la liberación de los presos de Acteal, resolución de la Corte que también generó airadas polémicas y división de opiniones. Porque al final, como señala el principio de “duda razonable” del sistema jurídico de los Estados Unidos, sólo existe una cosa más grave que liberar a un culpable, condenar a prisión a un inocente. El debido proceso es el método científico de ley para evitar estas arbitrariedades, es cierto tal vez imperfecto y muchas veces ineficaz, pero el único capaz de remediar la eterna dicotomía entre ley y justicia, es decir, entre las “formas” y los “fondos”.
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