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El haragán culturoso

La ciudad que no era tal

Tengo en la mano una caja vacía de goma de mascar (la gente, hoy por hoy, se burla muchísimo de que yo llame goma de mascar al chicle, pero que le vamos a hacer) y busco por Avenida Enrique Díaz de León, antes Tolsa, antes Munguía, un bote de basura para descargar el objeto que pende de mi mano.

Nada, cero, cerapio, zit. Busco entonces, como buen ocioso, un dato duro y subo a un automóvil que recorre la avenida en su totalidad. El resultado es simple: no hay un triste basurero público en avenida Enrique Díaz de León, y casi en ninguna de las calles aledañas salvo en la zona fresona que el gobierno panista y sus aliados han decidido hacer “nice” y han llenado de concesiones de bares y congales bonitos para sus amigotes. Ahí sí que se ven los botes verdes.

Y no que prefiera una facción partidista sobre otra o la tan sonada revolución sobre estos prospectos. Para nada, me zurran más los primeros que la segunda, pero la segunda no me acaba de hacer gracia del todo.

Pero me duele, me molesta, me lastima saber que no hay futuro. Que no hay botes de basura y no hay a quién reclamarle porque a los gordos de sueldos millonarios no les ajusta el dinero para un otorrinolaringólogo que les destape los oídos a las quejas de sus supuestos patrones (los supuestos nosotros) y no hay más ciudad que el cuadro pequeño que ellos miran.

Hay, pues, un silencio entre ellos y nosotros, entre su ciudad y mi ciudad, un espejo oxidado entre lo que ellos miran y lo que yo vivo. No es el Macrobús que yo veo del que ellos platican, no es su ciudad remodelada y brillante en la que vivo.

En la ciudad que yo habito hay guerra y calma. Alegría y frustración. Es una tierra de luces, sombras, claroscuros y contrastes. En mi urbe hay más problemas que verdades y un mundo de ciudadanos pequeños, sufridos, felices y valientes que las enfrentan.

Desde el bolsero del super que a sus 80 y pico años sigue, mecánicamente, cargando la vida hasta el estudiante que navega en el peligroso y deficiente transporte público por el día y queda atascado, acampando en casa de sus amigos de noche a falta de auto y dinero para el taxi.

No es que todo sea caos y llanto y pena en mi ciudad, pero es que mi ciudad también es un cuento de hadas para otros, los que habitan aún en otra urbe dentro de la mía como cuento dentro del cuento dentro de la historia de puertas entreabiertas que es Las Mil y Una Noches. Aquellos, los que viven al margen y en el olvido, se preguntarán de qué ciudad hablo, de quiénes son aquellos que luchan  con sonrisa y esperanza en una tierra donde, si bien rojizo, todavía sale el sol.

Desde este espejo roto y múltiple que son las ciudades que yo habito, que nosotros habitamos miro al otro y descubro que es un gran desconocido y en un lugar donde el otro no existe, donde no se conoce, donde se ignora y no se escucha, difícilmente podemos hablar de ciudad.

Dudas, quejas y sugerencias: personaje33@hotmail.com







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