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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (07/ENE/2012).- Abre el año sus fuegos y desde las primeras luces del Oriente siguen llegando el oro, el incienso y la mirra que habrán de sostener el íntimo tejido de los días peregrinos. Las rojas guayabas levantan el latido de su pasaje: mínima y fundamental contribución a la estación del viaje de los magos.

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Trocadero: el cúmulo de puestos va lentamente trasmutando en antiguallas las piezas de una cotidianidad apenas reciente. Libros, adornos, postales, juguetes que ahora son ya comercio de la nostalgia y la curiosidad. Como una ola que parece acercarse cada vez más, que lame un pasado que se piensa cada vez más próximo. Un objeto entre todos espera, acecha, da en el blanco: un distintivo que reproduce el perfil inconfundible de la laguna, un azul indefinible y exacto, un letrero que reza: Viva Chapala.

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México recrudece sus fríos y el jardín de la azotea del despacho cambió su domicilio como en un vuelo cercano. La casa verde recibe al aguerrido contingente vegetal, aún sobresaltado por la mudanza. El castillo de Chapultepec resiste el asedio de una ciudad cuya lenta ebullición levanta nuevos enigmas. Calzada abajo, los niños preguntan si serán las mismas piedras éstas las que vieron a los invasores estrechar el cerco. El aire, quizás, olía a pólvora.    

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Los usos de una casa. El palacio de los Condes de Santiago de Calimaya tiene su principal cimiento en un monolito prehispánico en forma de cabeza de serpiente que sostiene la arista de sus dos fachadas. Como Museo de la Ciudad de México, lo que mejor podría enseñar este recinto es el profundo acuerdo entre sus piedras y sus nobles crujías con el cielo y con el hondo sentido de una ciudad que es la misma y es siempre otra. Es por eso que el mejor gesto para hacer evidente ese testimonio sería recuperar sus patios, ahora velados por sendas estramancias que nublan y entristecen la luz y confunden sus espacios. Abiertos a la intemperie, poblados por las plantas que por siglos fueron sus señalados habitantes, visitados por el sol y por la lluvia, los patios liberados le regresarían a la casa toda su potencia y su significado: así se habita en México.

Otra historia sería la continuación de la visita a través de las azoteas, que desde siempre se han utilizado en México como estancias y miradores. Lugar más que adecuado para observar la ciudad y sus alrededores, para ensayar un jardín que fuera fuente de inspiración y aporte a la tan buscada sustentabilidad ambiental. Y regresar al portentoso estudio de Joaquín Clausell en donde siempre es preciso escoger, de entre todas las visiones que cubren los muros, una que será el salvoconducto hasta el siguiente regreso. Unas nubes, muy blancas, en este caso.

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Una de las exposiciones temporales que alberga el museo se llama Fetiches críticos. Residuos de la economía general. Un ejemplo de punta de la distancia que ahora media entre cierto discurso intelectual al uso y el simple placer de considerar el arte, tal cual. Los expositores/curadores se han “dado a la tarea de excavar un archivo alterno de estrategias poéticas, teóricas y políticas, las cuales, en un doble movimiento, recuperan la ambivalencia y complejidad de la categoría del fetiche como centro de la teorización crítica de la sociedad mercantil…” (Vintage Pseud’s corner, comprueba al paso este espectador.) Una pieza consiste en múltiples paquetes de sal, en uno de los cuales está escondido un diamante. Los paquetes se venden, como un residuo de la economía general.

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Otra exposición muestra la obra del Doctor Lakra. El tatuaje como principio y profundidad. Exploraciones diversas y extremas sobre la piel, grafismos que van de lo altamente refinado a lo meramente gestual, transfiguraciones de lo banal en lo indeleble. Un esencial virtuosismo de trazo y composición al servicio de una obsesión que cubre y revela a sus sujetos. El lacre sellaba, con la ayuda de un hierro, las antiguas cartas. El Doctor Lakra a la vez sella y abre, con sus dermatológicas, milimétricas operaciones, perspectivas insospechadas para la consideración de las insólitas imágenes de ahora.  

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Museo del Objeto del Objeto: MODO. Este notable establecimiento se ubica en una bien restaurada y acondicionada casa porfiriana de la colonia Roma. La pasión coleccionadora de Bruno Newman y su extensa acumulación de hallazgos encuentran en este museo una inteligente y sintética manera de celebrar la memoria y la invención. En lugar de abrumar al visitante con grandes cantidades de objetos, se presentan muestras temáticas que rebosan curiosidad, ingenio, frescura: sombreros de época, patinetas, tenis, lápices. Y que cada quien obtenga su placer, saque sus conclusiones. El Museo del Objeto celebra, a su modo, el íntimo e intransferible gusto por lo notable, lo cercano, lo remoto, lo inesperado, lo recordable. Muy de verse.

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Agradecimiento a un arquitecto. Era muy de verse cómo el camino daba una vuelta y llegaba hasta el umbral extraordinario de un pórtico de dimensiones egipcias, recortado contra el cielo anochecido del Pacífico. Dos o tres figuras ataviadas con túnicas, un color indeleble, galerías que se perdían en la profundidad de la selva. Otra vuelta, y ahí estaba el mar: como visto por primera vez. Regalo excepcional de hace treinta años, el Camino Real de Ixtapa queda como un testimonio de lo que Ricardo Legorreta, en lo más alto de sus poderes, supo hacer.

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Enfilando el paisaje, de regreso a estos cielos. Acompañan al viaje las músicas de quienes por aquí tienen su domicilio: Valentina González, Sara Valenzuela, Jorge Álvarez. Cada pliegue del camino queda así impregnado de una sustancia tan inasible como definitiva: la que se le alcanza a quien vuelve, a quien tiene la fortuna de volver a tantas cosas que en la música, de alguna manera, van quedando dichas.
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