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Diario de un espectador
jpalomar@informador.com.mx
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Del campo michoacano sube una paz inmensa que no conoce del zafio tableteo de la violencia ruin. El peso del silencio va alisando los pinares lejanos, y el rojo bravío de la tierra pelona se asoma en pedazos sobre el tejido de los campos de labor. Los dos torreones blancos brillan a la distancia y un hilo de agua de plata parte en dos y une la ladera todavía reverdecida. Vacas anaranjadas pastan plácidamente y las matas que cubren un lado del jardín extrañan la mano de su dueña. De lo alto del suave cantil una ola de jazmines va muy despacio despeñándose y un pájaro muy rojo dibuja la cifra del día. Los trazos de una escalera que va tejiendo el jardín se encuentran en una glorieta futura en donde el agua ha de contar lentamente la alabanza del paisaje y del aire. Un albañil recuenta la dureza de sus trabajos, habla de quienes se fueron al norte y ahora no regresan, de las fiestas del pueblo, se detiene, enciende un cigarro, sonríe. El naranjal venidero alza el vuelo y la campana llama al almuerzo.
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Alberto Gómez Barbosa presentó en el museo un libro estupendo: una antología temática de su largo y brillante trabajo como fotógrafo. Imagen tras imagen deja constancia de un oficio sólido y honrado, de una mirada limpia. La construcción de cada foto es cuidadosa, como considerando con rara cortesía su encuentro con quien luego habría de mirarlas. Hay un respeto por lo visto, una alegría del descubrimiento que cada encuadre consigna, un gusto profundo y bienvenido por contar las cosas. Arte de luz y tiempo, decía Alberto, al hablar de su oficio. Este es un libro necesario, que deja la indispensable constancia del trabajo de uno de los fotógrafos más significativos que ha dado Jalisco.
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Jacques Brel sigue haciendo su camino. La acerada exactitud de algunas de sus canciones atraviesa los años y sus versos macizos, bien construidos sobre el entramado de las cadencias justas de la música, de repente dejan garranchos en el corazón. Una voz grave, de pronunciación feroz, un organillo llorón. Va un ensayo de traducción de Il y a (que incluye, même, un guiño a Bob Dylan):
Tanta neblina hay en los puertos amanecidos
Como muchachas en el corazón de los marinos
Tantas nubes que viajan muy alto
Como hay de pájaros
Tantas labores tantas simientes
Como hay de gozo y esperanza
Tantos arroyos tantos ríos
Como cementerios
Pero tanto azul hay en los ojos de mi mía
Hay en sus ojos tanta vida
Hay en su pelo un poco de eternidad
Sobre sus labios tanta alegría
Tantas luces hay en las calles de las ciudades
Como hay de niños desolados
Tantas canciones perdidas en el viento
Como hay de niños
Tantos vitrales hay tantos campanarios
Como voces que nos dicen de amarrnos
Tantos canales que atraviesan la tierra
Como arrugas hay en la cara de las madres
Pero tanto azul hay en los ojos de mi mía…
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El banquete de las banquetas. Así se llama un libro que publicaron Artes de México y Zimat Consultores. El diseño es original, geminado. La factura, como de costumbre, impecable. Se trata de mostrar 280 fotografías que Bruno Newman hizo de las banquetas de París. Es curioso cómo las imágenes de estos pisos saben hablar tan bien, tan lacónicamente y tan justo, de la ciudad que sobre ellas sucede. El ojo del coleccionista consumado que es Bruno sabe distinguir y capturar los accidentes más sutiles, los contrastes divertidos, los guiños geniales de un París tan caminado y querido. Adoquines, asfaltos, mosaicos, tapas metálicas y registros, anuncios y letreros, fechas, mensajes cifrados, hojas de árboles, sombras: una gramática que expresa de otra manera la grandeza amable de la ciudad. Dice Newman: “De París me gusta todo: su trazo, su arquitectura, sus parques, sus cementerios, sus mercados, sus calles, su río, sus iglesias, sus árboles, su comida y, desde luego, su gente. Los parisinos son hospitalarios y amables, dispuestos a ayudar al visitante.” (Todo está en no insistir con el inglés…) El banquete es un cumplido, insólito homenaje a París y a la humilde e indispensable ingenuidad que hace ver a las cosas de a de veras.
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El bar está a reventar y la música apenas empieza. Alguien, a bordo de la bataca, con un raro fraseo sincopado, hace arrancar a la banda. Poco a poco el combustible va prendiendo y el cuarto parece levantar el vuelo. Ya en el aire, el mezcal prende sus fuegos y atrás van quedando los restos del día. Por la ventana llega una electricidad distinta y muy abajo los focos del puesto de tacos hacen señales. La música es ahora un alud sólido, un puro júbilo. Canciones del gozo y la pena, una voz que recuerda tantas cosas y que sin embargo es a cada vez nueva. Sara Valenzuela canta.
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La memoria juega sus trucos. El tiempo recuperado confluye en la fiesta que transcurre en calma. Si apenas era ayer que en el camino de la Planta todos eran niños, jinetes de una caballada gentil y grave. Zumba la música, giran los muchachos, regresan los años.
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