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Diario de un espectador

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GUADALAJARA, JALISCO (10/SEP/2011).- El aire del otoño asoma las puntas de sus filos ahora más acerados. Muy temprano, el cielo indeciso de la madrugada anuncia el viraje de la estación. La llamarada avanza con sinuosos trazos sobre la pérgola. Cuando se le hace bueno, deja caer las explosiones de júbilo de sus flores anaranjadas y generosas. Cargas de profundidad en el aire quieto. El gato tiene, a cada vez, sus propias vías de escape: combina en esto la marrullería más acabada y ladina con la carrera frontal y centelleante. Las acechanzas de los niños, la continuada persecución de los pájaros, los misteriosos humores de ocasión: el gato tiene una solución para todo. Involucra en ella el paso de la muerte que va de los pretiles de la azotea al jazmín y al patio, el largo reposo en el alféizar de una ventana alta, la contemplación lista al salto bajo la copa del guayabo. En la oscuridad, mira todavía el gato como el agua sigue su curso en la pila.

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Don Liborio y el molino. Hace ya años que se murió don Liborio. Acarreaba, de su largo tránsito por las banquetas que tan bien sabía cuidar y barrer, toda suerte de objetos que iba coleccionando. Una máscara de luchador toda ella en plata, un reguilete desbalagado, un aro de metal de ignota utilidad, tiras de colores, un motor de juguete, un viejo radio sin esperanza de compostura… Dejó tras de sí un pequeño retablo de maravillas que sigue alumbrando un rincón de la cochera. Dicharachero y alegre, su risa retumbaba en las mañanas afanosas. En lo más hondo de la cavilación o la pena, bien sabía como traer hasta el día una suave orilla en la que platicar y dejar atrás la amargura. Como si el jardín que cuidaba le hubiera conferido la gracia de sanar y decir lo justo. Un último don dejó antes de morirse como un pajarito: por un lado se encontró un marco, por el otro qué poner en él. Una caja destinada a una botella de tequila le dio el motivo: en ella se describe una antigua rueda de molino para procesar los agaves. Según contó, en ese preciso lugar, bajo esas mismas bóvedas, paso largos años en su mocedad, guiando a la mula que cumplía el trabajo. Vuelta y vuelta: giros que por siempre lo marcaron, que le dieron sin duda la clave del arraigo pero también la de la errancia, el equilibrio magnífico con el que cruzó después la vida. Una cosa para la otra: muy bien se avino la ilustración tan cara a su vida con el marco de fortuna, ornado con medios círculos, que completó el hallazgo. Un día llegó muy ufano con el regalo: con gesto de gran señor lo dejó sobre la mesa. Una sola recomendación: “ponlo pues donde podamos verlo”. Aquí sigue el marco, aquí el molino. Seguramente él lo ve. Y muchos tequilas van a la memoria gentil y noble de don Liborio Flores.  

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P.D. James. Phyllis Dorothy James, baronesa James de Holland Park, sigue, a sus tempranos 91 años, produciendo algo de lo mejor de la literatura contemporánea. Esta maestra absoluta de la novela policíaca en mucho ha colaborado a borrar los límites entre la literatura “seria” y la que se produce según las convenciones del género en el que ella tan brillantemente se inscribe. Hay antecedentes ejemplares que van desde Edgar Allan Poe hasta el dueto conformado por Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, pasando por el insigne Chesterton, que han demostrado cómo la pura “entretención”, cuando se realiza con rigor y estilo, ingresa sin mayores preámbulos en los ámbitos del arte, de la alta literatura. Ciertas temporadas quedan marcadas con la serena magia que P.D. James despliega en sus cuidadísimas tramas, con la certera y compasiva descripción de sus caracteres, con la sorda ironía que hace aquí y allá discretos guiños al lector. Brincos dieran cantidad de escritores que se asumen como “serios” por manejar la pluma con la soltura y precisión, despojada de las estorbosas pretensiones, de que hace gala esta célebre y afable nonagenaria.

Como dato al calce, para quien se interese en la frecuentación de las páginas de la señora James: el detective de Scotland Yard que aparece en muchas de sus entregas se llama Adam Dalgliesh, y lleva adelante, con parecido éxito, una doble carrera. Por un lado es uno de los más agudos desentrañadores de misterios con que cuenta la policía londinense; por la otra es un reconocido poeta. Bien se cuida Adam de conservar su vigencia en ambas pistas; sin embargo, sus particulares maneras de proceder mucho parecen deberle, en ambos campos, a la intuición, a la pura y simple inspiración que trabajosamente busca en cada nueva prueba. Bajo el poderoso símbolo de esta dualidad, P.D. James prosigue entregando sus muy pulidas producciones.

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De Jorge Guillén:

Los nombres

Albor. En el horizonte
entreabre sus pestañas,
y empieza a ver. ¿Qué? Nombres.

Están sobre la pátina.
de las cosas. La rosa
se llama todavía
hoy rosa, y la memoria
de su tránsito, prisa.

¡Prisa de vivir más!

¡A largo amor nos alce
esa pujanza agraz
del Instante, tan ágil
que en llegando a su meta
corre a imponer: Después!

¡Alerta, alerta, alerta!
¡Yo seré, yo seré!

¿Y las rosas?... Pestañas
cerradas: horizonte
final. ¿Acaso nada?

Pero quedan los nombres.
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