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Diario de un espectador

Por: juan Palomar

Atmosféricas. Variados pájaros llegan hasta la pila y se demoran. Uno, amarillo y redondo, decide efectuar una larga serie de abluciones en la copa de donde sale el chorro. La caída del agua es brevemente silenciada por el ave gozosa. Y todo el jardín se asoma para ver al pájaro amarillo coronar el día con su vuelo jubiloso y húmedo.



Del video. Eastern Promises es una película sobre gángsters rusos en un Londres sórdido y deprimente. David Cronemberg, especialista en el hard gore, receta un par de escenas que hacen honor a su fama. Naomi Watts cumple su papel de enfermera un poco bobalicona. Viggo Mortensen vuelve creíble su rol de mafioso de poca monta y alta peligrosidad. Hay un rollo interesante que involucra la condición de exiliados, de existencias fuera de la ley y de inmigrados sin esperanza de retorno que se aferran a unas raíces que se vuelven cada vez más tenues. El tema del tatuaje es tratado con efectiva intensidad. Códigos indelebles que quisieran ser escudo y talismán contra una realidad ajena y hostil. El guión es astuto, y reserva un final que aumenta la profundidad del drama que representan los personajes.



OPA. Pray, play, prey. Tres palabras dichas en este u otro orden daban la pista de la instalación que el sudafricano Kendell Geers dispuso en el piso 23 del Condominio Guadalajara, en la Oficina de Proyectos de Arte. Tres verbos: rezar, jugar, apresar, que remiten a distintos niveles de experiencia mientras el que pasa abandona el elevador hacia un vestíbulo oscuro y comienza una filosa travesía con la esperanza de que el recorrido tenga buen fin. Una intermitente luz estroboscópica colabora, más que alivia, con la tiniebla y sus amenazas. Vagamente se distinguen en los vidrios laterales ciertas inscripciones que pudieron venir del juego o de la desesperanza. Telas blancas delimitan una serie de espacios que parecen conducir a un muro en particular sobre el que otras grafías tampoco son legibles. Con un resplandor se pueden ver, sobre las telas, las huellas de unos cuerpos. Todo oscila entre una casa de los horrores de feria y una escenografía gore de película b. O todo apunta hacia otra cosa. Los sentidos así alterados quizás apresen, en el trizado reflejo de los espejos, en esta inmersión en un instantáneo universo de negrura y desolación, el perdurable prodigio fugitivo de lo que está afuera. (Una terraza bajo el cielo tapatío, luces de la ciudad, el aire del tequila, la vida que va.)



Luz silenciosa de Carlos Reygadas es una muy lenta película pretensiosa con algunos buenos encuadres. Los menonitas del norte mexicano vistos con mayor morosidad que hondura. Hay algo de profundamente estereotipado en la mirada entre clínica y ausente con la que se considera a los personajes, a su entorno, y a su historia. La anécdota, que se apega a un realismo minucioso, se resuelve con un alarmante recurso a lo “real-maravilloso” que acaba por descomponer la larga sesión.



Juan Villoro en el Hospicio Cabañas habló por más de una hora bajo el Hombre de Fuego. Seis pantallas repetían los gestos del expositor, quien deambuló, con su brillantez habitual, por diversos tópicos orozquianos. Una de las partes más interesantes fue en la que esbozó a Orozco como una especie de Philip K. Dick del muralismo nacional. Dicho esto, por la capacidad del de Zapotlán para prefigurar las imágenes de un futuro que nos ha ido alcanzando. Villoro enfatizó la vocación de incendio del pintor. Atrás del orador, en uno de los arcos de la capilla, una ciudad reconocible y atemporal muestra las llamaradas que parecen surgir de sus casas como por combustión espontánea. Al fondo, un edificio oscuro y descomunal, inhumano en su esquemática desescala, predice con sardónico pesimismo el futuro que aguardaba a las ciudades. Toda la iconografía circundante, el recio y refinado dibujo de sus composiciones, el colorido de una sabiduría pasmosa, servía como ilustración instantánea para las reflexiones que Villoro iba enunciando. Sin duda hacen falta estas revisiones que, como la del escritor, arrojan distintas luces para la comprensión –o más bien para la experimentación y el disfrute- de un clásico absoluto del arte del siglo XX.



Tres recuerdos orozquianos recordados por interpósita persona. Ignacio Díaz Morales contaba que, cuando Luis Barragán y él mismo arreglaban la parroquia de Amatitán, a fines de los años treinta, invitaron a Orozco a ver la obra. Habían dispuesto, sobre el exterior del muro del ábside, la inscripción en relieve de las bienaventuranzas. La tarea estaba en proceso. Al ver aquello, Orozco insistió en subir, trabajosamente, a los andamios: y meter así su mano en las hendiduras que las letras iban formando en el muro. Quedan algunas fotos que dan cuenta. Decía el arquitecto que le pidió al pintor el proyecto de los cuatro evangelistas para las pechinas de la cúpula. Días más tarde, Orozco entregó los dibujos. Díaz Morales se alegró y algo dijo sobre pedir la autorización de la curia. Al oír esto, el pintor le arrebató los papeles y allí mismo los hizo trizas. Por esas mismas épocas, Díaz Morales le comunicó a Orozco sus dudas sobre la pertinencia de uno de los temas que fijara en una de las bóvedas del transepto sur de la capilla del Hospicio Cabañas. Con sencillez, el pintor pidió y oyó alguna sugerencia. Más tarde, el arquitecto y el pintor se encontraron casualmente en la calle. “Le dejé un recado en el Hospicio”, dijo Orozco secamente. Así fue como Díaz Morales fue a encontrar el retrato de Felipe II que hoy vemos.

jpalomar@informador.com.mx
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