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Diario de un espectador

Detrás de cualquier árbol hay un depredador al acecho

Luz de estos noviembres. Cada día tiene la suya, cada tarde encuentra su hora. Citaba Borges a un poeta persa del medioevo: “La luna es el espejo del tiempo”. El tiempo que va dejando su imperceptible marca de agua sobre el pálido disco titubeante. Como una infinitamente diminuta caligrafía que el satélite taciturno va leyendo mientras devuelve mareas y florecimientos, maravillas y desastres. Una sirena parte en dos la noche mientras la chuparrosa busca con afán la salida del cuarto en penumbras. Cederá el ruido, partirá el pájaro.


Detrás de cualquier árbol hay un depredador al acecho. En paz el vecindario en su dominical tregua. Una sierra comienza a taladrar el aire, seguida por el horroroso fragor de la trituradora de ramas. Una rápida excursión revela el desaguisado. Alguien mandó podar, nomás porque sí, un fresno maduro que a nadie molestaba en su banqueta. Después de las averiguatas los taladores dejan el campo, y dejan también tras sí un pobre fresno mutilado. Teorizar brevemente en cómo los inermes árboles sirven con harta frecuencia para desfogar las torcidas frustraciones de un cada vez más numeroso y temible grupo de individuos que se sienten con derecho a descargar sus ímpetus sobre el arbolado de la ciudad. Es como en tantas obras: apenas llega el grupo constructor, y en vía de mientras, en lo que se van organizando, ya dejaron rapados a los árboles circunvecinos.



Dos videos para el rápido olvido. My blueberry nights (Mis noches de los arándanos, o de las moras azules, o algo así) es un forzado ejercicio formal del director de Hong Kong y prestigiado estilista Wong Kar Wai. Se queda más bien del lado de una entilichada superficialidad. Cada toma es rebuscada, y las actuaciones tienden a lo mismo. Rachel Weizs tiene buenos momentos, desde su belleza quebradiza y móvil. Un estudio en cantinas y sórdidos bares. La segunda parte, que hubiera podido ser una buena road movie no pareció interesarle mayormente al director. Lenta. El otro es The sunshine boys, remake de un remake sobre la obra de Neil Simon, puesta al corriente por él mismo hace ya trece años y dirigida para la televisión por John Erman. La pareja Peter Falk-Woody Allen promete más que lo que entrega. Sin embargo tienen momentos memorables. El tema de los viejos comediantes, la decadencia, la imposible y terca amistad, el humor como raison d’être. Vale como curiosidad.



If, de Kipling, sigue funcionando. Más de Borges: “Kipling lo sabía ya”. Y luego: “Yo no sé qué es lo que significa ser un poeta. Intento sólo ser sensible a todas las cosas, y luego las redacto a mi manera. Ahora conozco algo que no conocía cuando era joven, ahora conozco mis limitaciones. Hay algunas palabras que puedo emplear sin demasiado peligro. Tengo algunas metáforas que repito frecuentemente. Lo sé. Serán los lugares comunes. Pero es mejor atenerse a lugares comunes, por ejemplo el tiempo y las flores, las estrellas y los ojos, las mujeres y las flores, la vida y el sueño, la muerte o el acto de dormir. Son las metáforas esenciales y las únicas que son verdaderas”.



Más del libro de las imágenes perdurables: Tintín, con Milú a cuestas, trepa por una cuerda sobre la superficie oscura del casco de un barco. Arriba, iluminada como por la luna, una claraboya muestra el resquicio, la posibilidad. Otra, de un libro sobre la obra de Salas Portugal: en una página, una ola revienta con su cresta restallante de espumas blanquísimas. En la página de enfrente, unas rocas que detuvieron el fluido de su movimiento hace millones de años aún dan cuenta, como el primer día, de su impulso bravío, al fin inmóvil.



El niño corre por la terraza. Su risa liviana va dejando un claro dibujo en la piel de la tarde. Bajo la rama del guayabo se detiene: algo mira que nadie jamás vio.
De Leopoldo Marechal:


Hay en la casa un Árbol
que no plantó la madre ni riegan los abuelos: solo es visible al niño, al poeta y al perro.

Su primavera no es la que fundan las rosas:
no es la vaca encendida ni el huevo de paloma.
Su otoño no es el tiempo que trae desde el mar
caballos irascibles, por tierras de azafrán.
Al Árbol suben otras primaveras e inviernos:
el enigma es del niño, del poeta y del perro.
Cuando la primavera sube al Árbol-sin-nombre,
vestidos de cordura florecen los varones;
y Amor, en pie de guerra, se desliza
de pronto a la sabrosa soledad de las hijas.
Entonces el sabor de algún cielo perdido
desciende con el llanto de los recién nacidos.
Pero cuando el invierno lo desnuda y oprime,
sobre los techos llueven sus hojas invisibles,
y, horizontal, cruza las altas puertas
alguien que por el cielo desaprendió la tierra.

Hay en la casa un Árbol que los grandes no vieron:
el enigma es del niño, del poeta y del perro.

Por: juan Palomar
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