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Crónica

Encuentro algo raro eso de andar yendo a conciertos masivos

Encuentro algo raro eso de andar yendo a conciertos masivos. Por lo general son experiencias bastante incómodas. Comprado el boleto, hay que superar todo tipo de obstáculos para acceder a lo que, viéndolo bien, es un campo de concentración. Como si se tratara de una curiosa escenificación de algún tiempo de guerra, después de entregar nuestro boleto (por el que pudimos pagar un precio exorbitante), previa kilométrica fila, nos sometemos a unas paranoicas revisiones de seguridad. A diferencia de lo que ocurre en otros países, en México la rudeza de los guardias de seguridad nos transmite el mensaje de que somos culpables a menos que demostremos lo contrario. Y cuando por fin estamos del otro lado, respiramos aliviados, con la delirante sensación de que, uf, al menos por esta vez, nos hemos salido con la nuestra. ¡Y somos libres para ir a hacer una fila para comprar una cerveza! 

Enseguida viene la espera, mientras va creciendo la densidad de población. Poco a poco, nuestro espacio se va reduciendo al mínimo, refutando alguna clásica ley de la física (como esa que dice que dos cuerpos no pueden ocupar el mismo espacio).
Es entonces, cuando en medio de la multitud, apretados, pisoteados, cansados, sedientos, hambrientos y con ganas de ir al baño, puede venir a nuestra cerebro un cuestionamiento inquietante y filosófico: ¿Qué hago yo aquí? ¿Y quiénes son todos ellos?
Aunque en ocasiones la música consigue hacer pasar por alto todas estas situaciones, incluyendo los infaltables “problemas con el sonido”, que siempre se presentan, y brincamos y gritamos y cantamos y bailamos con el rigor de un milimétrico danzonero: sin salirnos de nuestro centímetro cuadrado de área. En el mejor de los casos, nos hacemos uno con el Todo, alcanzamos el éxtasis y, de paso, nos sentimos “parte de la historia”. No en vano pertenecemos a la sociedad del espectáculo.

Hace unas semanas me animé de último momento a ir al concierto de Manu Chao en la arena VFG. Durante el concierto, que me estaba pareciendo pésimo (nada que ver con el Manu Chao de hacía una década, según yo), estuve recibiendo cualquier cantidad de pisotones y codazos involuntarios, envuelto en una predecible nube de humo, ambiente pachamama total, cuando mi vecino de al lado volteó un instante para decirme con una sonrisa de oreja a oreja:
—¡Tenía que presenciar esto, maextro!

En otro concierto reciente, el de Soul Wax y Too Many Dj’s, en la Calle 2, allá por los Belenes, anunciaron que el concierto iniciaría a las 20:30 horas y comenzó casi a la una de la madrugada, pues, según esto, el vuelo que traía a los músicos (¡desde Tokio!) venía con un pequeño retraso. De tal forma que cuando los belgas comenzaron a tocar, ya me habían salido várices y tenía el estómago revuelto a causa de un salchipulpo que tuve que ingerir como estrategia de supervivencia.

Pero, a pesar de los pesares, debo confesar que hay una parte de mí que disfruta los conciertos masivos y se apunta para el que sigue. Por ejemplo, disfruté bastante del festival Motorokr, que se llevó a cabo al sur de la ciudad, en un terreno aledaño a López Mateos. Prácticamente me ocurrieron todos los contratiempos de los que he hablado, pero no importó demasiado. Me di gusto escuchando a bandas como Flamming Lips y su tierno show neo-hippie, a los elegantes Stone Temple Pilots, así como a los rabiosos de Nine Inch Nails con todo y su impresionante maquinaria visual. Allí, flotando en el mar de gente, comprobé que este tipo espectáculos tienen, entre otras cosas, el raro encanto del masoquismo. Se sufre pero se goza.

por: gerardo lammers
foto: edmundo Pacheco
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