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Como Mosca en parabrisas

CAPÍTULO 3

GUADALAJARA, JALISCO (18/MAR/2012).- La casa de Mike era un departamento construido en una vieja casona en la colonia Americana. El quinto domicilio desde que Manuel lo conoció a la salida de la facultad de letras en la Universidad de Guadalajara, 10 años atrás. Era un departamento agradable, sencillo, no muy bien iluminado, en un segundo piso. La entrada por una escalera lateral estaba descuidada y oscura. Desde que se había separado, poco después de la muerte de su madre, Mike estaba un poco dejado de sí mismo, y la casa no denotaba otra cosa: hierba en las macetas, las plantas secas, hojas arremolinadas en los rincones de la escalera y una bugambilia floreada y feliz, que no hacían sino confirmar el abandono.

Las diferentes casas en las que vivió Mike, cuando era soltero o incluso ya casado con Claudia, eran todas más o menos del mismo estilo: departamentos o casas viejas en la colonia Americana, con una decoración sencilla, muebles nuevos, y el rastro de alguna herencia reflejada en cuadros feos y adornos cursis. El nuevo departamento era lo mismo pero a la mitad: la mitad de los espacios, la mitad de los cuadros, la mitad de libros y todo a media luz. Lo único que seguía inalterado era el whisky. A la casa de Mike los amigos la habían bautizado como Huisquilitlán, porque era la meca del whisky. En las peores épocas, en los días más pránganas como estudiantes, en esa casa el whisky se compraba por cajas: una de Jack Daniels y otra de Etiqueta Negra.

Mike abrazó a Manuel con esa sonrisa y esa calidez que eran únicos en él. Desde la muerte de su madre sólo se habían visto una vez pero en realidad no habían platicado gran cosa, fue un asunto más bien de bola, la bola de amigos, donde se dice de todo y no se habla de nada. Luego vino la separación y Mike se alejó de todos, cosa que Manuel comprendió perfectamente.

— Qué chido Manolo. Martha nomás me dijo que venías pero no me dijo para qué. ¿Un whisquito?

— Nadie pide tequila en Huisquilitlán.

— Hoy no tengo Juanito, te sirvo un bourbon.

Mike era un personaje poco común en la selva tapatía, entre otras cosas porque no era tapatío. Había nacido en Chapala. Su padre, el sargento Douglas Lafitte, era un gringo retirado que se había avecindado en Ajijic, como tantos otros. Ya entrado en canas y asentado en la ribera del lago, Douglas conoció a Camelia Padilla, una mujer menuda, acinturada, alegre y una sonrisa permanente que lo cautivo desde el primer contacto. Camelia era la gerente de un restaurante, del único lugar en Chapala en los años sesenta donde se podía comer algo más que pozole y sopes, aunque fuera solo cortes al carbón y hamburguesa con papas.

Mike era el mediano de tres hermanos. El mayor, Wilson le llevaba apenas 11 meses y él a su vez le llevaba sólo 14 a su hermana menor, Luisa. Los tres hermanos crecieron juntos en Chapala, en la misma bola de amigos. Wilson y Mike incluso en el mismo año escolar, y Luisa uno abajo. Pero para efectos de juegos en la calle, rondas en la plaza y fiestas del pueblo, era uno y todos.

Una mañana de abril, cuando Mike tenía 11 años,  se levantó para ir a la escuela y camino al baño se encontró a su padre sentado en el sillón donde lo había dejado la noche anterior viendo televisión. Estaba muerto. No había rastros de sufrimiento en su rostro ni lágrimas en los ojos de su madre que observaba la escena desde el marco de la puerta de su cuarto. Un infarto fulminante había acabado con la vida del sargento Lafitte y con la tranquilidad de la familia. El padre había dejado poco: la casa era rentada y los muebles nada del otro mundo. Fue un seguro en dólares, que el viejo sargento nunca dejó de pagar desde su paso por la guerra de Corea, lo que salvó la estabilidad financiera de Camelia Padilla, que desde entonces se hizo llamar la viuda de Lafitte.

Cuando Wilson y Mike terminaron la preparatoria la familia decidió trasladarse a Guadalajara para que pudieran estudiar. Wilson economía, Mike, letras. No fue un aterrizaje fácil. A pesar de la corta distancia entre Chapala y Guadalajara el abismo cultural era enorme y la sociedad tapatía hizo todo lo posible por recordarles cada día su origen pueblerino.

— Tengo que platicarte algo, dijo Manolo sin saber bien a bien cómo empezar.

— ¿Qué pasó?, se puso en alerta Mike.

Manolo clavó la mirada en el vaso de whisky y movió los hielos con el dedo índice mientras pensaba por dónde comenzar la historia. Tosió y le dio un largo trago a su vaso buscando valor en la astringencia del licor.

— Por orden de un juez, dijo por fin, hoy desenterraron el cadáver de tu madre.

— ¿De quién?

— De tu mamá. La aseguradora pidió una orden de exhumación pues sospechan algo irregular en el cobro del seguro de tu madre y hoy, en el cementerio de Chapala, la desenterraron.

— ¿Y?,  dijo Mike nervioso.

— Nada, que no había cadáver, soltó Manolo con un gran esfuerzo mientras le pasaba la foto del cajón abierto lleno de piedras, palos y la chamarra verde militar.

Mike se quedó mirando la fotografía del muertito sin cadáver, como la había bautizado Beto Zaragoza. El ruido de los hielos comenzó a tintinear en el vaso de whisky de Mike; estaba temblando, temblaba como una hoja. Sus ojos se enrojecieron, y la voz, lo que le quedó de voz, sólo le ajustó para preguntar

— ¿Y esto sale mañana en el periódico?

— Sí Mike, por eso quise decírtelo personalmente. Esto se va a poner muy feo, y prefiero que te enteres por mí antes que por el periódico. Sabes que no puedo dejar de publicarlo, pero cada que haya una novedad vendré a decírtela personalmente.

Se quedaron callados largo rato mientras se terminaban el whisky. No volvieron a hablar, el silencio era más que elocuente. Mike tenía la mirada clavada en la fotografía del cajón abierto, los palos, las piedras, la chamarra. Él sí reconoció la chamarra.

Cuando Manuel salió de casa de Mike no tenía claro que noticia le acababa de dar a su amigo, si el mensaje era “pélate que ya te cacharon” o “tu madre te engañó, tú le lloraste, la enterraste, y la muy cabra está viva”. Cualquiera de las dos era una horrible noticia, y no tenía claro cuál era la verdad.

Manuel decidió que nunca se lo preguntaría.

Continuará... IV
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