Cha-Cha-Cha-Changes
La fiesta fue idéntica a cualquiera de las que frecuenté de chamaco: se partió un pastel, se cantaron las 'Mañanitas'...
GUADALAJARA, JALISCO (19/MAR/2017).- Es sabido que uno de los síntomas irreversibles de la vejez es el hecho de que vaya uno advirtiendo, con escalofríos, las diferencias entre los tiempos que corren y los pasados en cada aspecto de su vida y opte por refunfuñar ante lo que considera cambios indeseables o ya, de plano, decadencia. Esta actitud queda reflejada en un juego de frases hechas tan comunes que incluso quien las pronuncia se burla un poco de ellas. Frases del tipo de: “En mis tiempos esto no pasaba”, que, por lo general, son un indicador de que ya dio uno el viejazo. Hay, desde luego, una contraparte, que está representada por esos maduros o veteranos que sienten que sus tiempos eran una porquería y no hay nada mejor que la actualidad.
Su postura, que en cierto sentido no es menos acrítica que la de sus rivales, podría resumirse en una frase como: “Uy, qué esperanza de que entonces tuviera uno oportunidades como estas” (que, tristemente, casi nunca tienen que ver con progresos sociales, sino con objetos como pantallas de alta resolución o abrelatas eléctricos). Sin embargo, cuando uno resiente sobre los hombros el peso colosal del pasado, ya sea porque lo extraña o porque lo desdeña, resulta francamente difícil no reconocer que las cosas cambiaron. Porque lo hacen, incluso en ámbitos que uno supondría inmutables.
Hace unos días tuve que ir, por compromiso, a la piñata en honor al onomástico del hijo de un conocido, ex compañero de trabajo. Descrita a grandes rasgos, la fiesta fue idéntica a cualquiera de las que frecuenté de chamaco: se partió un pastel, se cantaron las “Mañanitas” (esa canción asombrosa, que se atribuye al ingenio de Rey David y se parangona, por lo tanto, con los mismísimos Salmos), se rompieron piñatas, hubo juegos en el pasto, etcétera. Pero yo no podía dejar de percatarme de lo que se ha transformado. Las piñatas dejaron de ser de barro hace años. Ahora son de cartón y tienen una flexibilidad y resistencia notables. Ya no basta un golpe afortunado: hay que ser un hooligan capaz de blandir el palo de escoba como un bate de beisbol para romper una. Y lo que cae, desde luego, ya no son mandarinas, cañas o tejocotes, sino chocolates gringos y gomitas brillantes. Creo que el último trozo de colación desapareció del planeta hace veinte años, que es lo que llevo sin ver uno solo caer de una piñata rota.
Otra novedad es que, en vez de magos o payasitos, se busca amenizar las fiestas con actos innovadores, por llamarlos de algún modo, que a nadie de mi época se le hubieran ocurrido. Ya me tocó ver, en cumpleaños de niños de primaria, a unos contorsionistas, a un tipo haciendo stand up comedy, a una lectora de manos, a dos poetas que organizaban “cadáveres exquisitos” y hasta a un psicoterapeuta infantil que estuvo escuchando las confidencias de los asistentes como si fuera un confesor. Y, bueno, me temo que el resultado no es particularmente distinto al de llevar al mago o payasito tradicionales. Vaya: hay niños que lo pasan bien con lo que sea, niños que prefieren ocultarse mientras dure el acto (yo era de esos) y niños a los que les da lo mismo. Al menos, debo reconocer, nadie ha tenido la ocurrencia de ofrecer ayahuasca en vez de chicharrones, porque habríamos terminado en urgencias.
En el fondo, pues, no hay mucho que extrañar. Ni tampoco mucho espacio para deslumbrarse por las novedades. La vida es tercamente parecida a sí misma. Aunque las cañas muten en gominolas coloridas y el payasito Patas Negras sea sustituido por un chamán.