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Campanas de boda

He acabado en alguna de esas bodas en las que sirven ensalada rusa y una rebanada de carne indistinta, en las que ponen la música más hórrida de la historia

GUADALAJARA, JALISCO (19/FEB/2017).- He asistido, en la vida, tan sólo a un puñado de bodas. Cuando escucho a mis cuñados decir, con cierto cansancio, que estarán ocupados los próximos cinco fines de semana porque asistirán a diversas ceremonias de matrimonio que se celebrarán en ranchos, haciendas, salones elegantísimos y hasta campos de golf, me da cierta envidia: mis amigos se casan a razón de uno por lustro, mis parientes ya llevan casados un promedio de veinticinco años con sus parejas y mis sobrinos aún no alcanzan la edad suficiente como para andar pensando en enlaces (y menos mal). Total: casi nunca asomo por una boda.  

Como sucede con todos los grandes románticos de la historia, el día de mi propia boda ha sido uno de los más felices de mi vida. No hubo música en vivo, no se bailó en cuadrillas, nadie puso “No rompas más mi pobre corazón” ni “Caballo de rodeo”. Ni siquiera hubo cura, porque somos agnósticos, así que bastó con el oficial del Registro Civil y unas cajas de vino tinto que un amigo pagó con una colección de vales de despensa que no pensaba utilizar jamás (y que alcanzaron para que todo mundo se pusiera hasta las manitas, incluido mi jefe de entonces, que era un tipo muy serio y que acabó recitando, al parecer, fragmentos de Fernando Pessoa).

Otro amigo puso unas bandejas de sushi en las mesas a modo de botana. Y otro par, chica y chico, protagonizaron un desencuentro que devino en un dramón al estilo del dueto Pimpinela y que animó mucho a todos los presentes (hubo lágrimas, depresión, un par de gritos y un amago de bofetada). A las nueve de la noche, los novios ya estábamos de camino a la luna de miel (comiendo hamburguesas, ya que no alcanzamos sushi por andar tomándonos fotos) y los invitados se las arreglaron para beber tanto que, según se me refiere, varios amanecieron moteados de moradito por haber sudado vino tinto. Creo que fuimos todos muy felices. Hasta mi madre, que tuvo la pésima suerte de toparse ahí con mi padre por primera vez en varios decenios (se habían separado cuando era yo muy niño) y que se robó el video de la boda con su performance llamado “Quítenme de cerca de este señor, porque me salen ronchas”.  

Cuento todo esto porque me temo que mi entusiasmo por las bodas se debe solo a que, justo, la mía salió muy bien y después no he ido a las suficientes como para vacunarme. O porque, como buen fan de la película “El Francotirador”, quisiera ir a una fiesta matrimonial en la que haya danzas dignas de una bacanal, y termine uno al día siguiente tras la huella de un venado, en pleno cerro… 

He asistido a varias bodas de mi familia política, que han sido celebraciones civilizadas y serenas. A la de mi compadre, que fue muy elegante. Y a una boda en la playa a la que todos fuimos en chancletas y playera y en la que nos avisaron, a última hora, que no habría ceremonia sino una especie de aplauso grupal, porque la novia era extranjera y no habían salido a tiempo los permisos…  

Sí, claro que he acabado en alguna de esas bodas soporíferas en las que sirven ensalada rusa y una rebanada de carne indistinta, en las que ponen la música más hórrida de la historia y un tío borracho da un discurso incomprensible. Pero no ha bastado para desanimarme.  

En unos días se casa uno de mis mejores amigos. Sé que nadie pondrá “No rompas más mi pobre corazón”. Y sé que habrá danzas dignas de una bacanal y que amaneceré en la montaña, detrás de la huella de un venado. Al menos eso espero.

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