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Artes plásticas

Por: josé luis meza inda fotos: alfredo garcía

Es larga la nómina de fotógrafos de origen extranjero avecindados en nuestro país, quienes en diferentes épocas han dejado huellas profundas y ejercido notables y benéficas influencias en este campo tan lleno de posibilidades creativas. Entre ellos baste recordar por ejemplo, a Guillermo Kalho, Hugo Brehme, Walter Reuter, Edward Weston, Tina Modotti, Gertrude Blom, Mariana Yampolski, Berenice Kolko, Kati Horna, y desde luego, al madrileño Pedro Meyer, quien ha sido crucial para el desarrollo de la fotografía en México, tanto como generador de imágenes como por su infatigable labor de promoción de esta actividad, mediante la creación, por ejemplo, del Centro Mexicano de Fotografía, del escaparate electrónico “zonazero”, la organización de incontables muestras, coloquios, certámenes, el impulso a publicaciones y demás.

Meyer ha vivido ya 73 años y está celebrando 50 de ellos dedicados a la fotografía mediante una serie de exposiciones conmemorativas en diferentes partes del mundo, bajo el nombre genérico de Herejías; y dentro de este acontecimiento se sitúa su exhibición que actualmente puede verse en la planta alta del Museo de Arte de Zapopan, (MAZ) agrupada bajo el nombre de Fotografío para Recordar.

Ya se imaginarán los lectores el torrente de imágenes fotográficas que a lo largo de cinco décadas habrá captado este voraz fotógrafo, cultivador de todos los géneros canónicos y tradicionales, como el documental, el retratístico, el paisajístico, el costumbrista, el étnico, etcétera, a lo cual ha añadido la técnica digital, acicateando su empleo y aprovechando él mismo las infinitas posibilidades de la manipulación e intervención para enriquecer su obra con una insólita cantidad de fantástica y ocurrente imaginería.

Este, sin embargo, no es el caso de la exposición a la cual me refiero aquí, puesto que se trata de una colección de documentos intimistas que se sitúan dentro de la corriente primigenia de este oficio que es la de rescatar el instante irrepetible, arrancar a la historia el suceso actual y que nunca más será, mantener fijo el gesto y la imagen de seres humanos irremplazables captados en momentos coyunturales de ese proceso irrefrenable que es el transcurso de la vida; cómo fue su decadencia, cómo fueron destruidos por la enfermedad y cómo se precipitarón hacia el fatal desenlace; seres que como aquí puede observarse fueron nada menos que los propios padres del fotógrafo: Don Ernesto y doña Liesel, quienes salieron de este mundo a finales de los ochenta con una diferencia apenas de un año.
Quizás algunos piensen que testimonios tan terriblemente dolorosos y dramáticos de este álbum familiar debieron haber quedado guardados como recuerdos de un dolor callado y muy personal dentro del ánimo de quien los atestiguó y seguramente los lloró, sin embargo el autor decidió mostrarlos, y yo creo que hizo bien, pues además de constituir, como él afirma, un homenaje visual en memoria de sus progenitores muertos, además de ofrecer al espectador un tema de reflexión sobre la fragilidad de la existencia humana, la erosión de la vejez y el abatimiento de la muerte, constituyen también, muchas de estas fotografías, una lección cabal de belleza formal, de pulcritud técnica, de aplicación de conocimientos y experiencia, empleados como un medio de expresión de sensibilidad estética y de profundos sentimientos de compasión y afecto filial.


Subnota:

Ocotlán de mis Sueños de Rodolfo Morales

Tras una memorable exposición montada en el MUSA hace dos años, el pintor oaxaqueño Rodolfo Morales, (1925-2001) vuelve a estar presente entre nosotros, a través de una sencilla pero atrayente muestra de su obra gráfica, agrupada bajo el nombre genérico de Ocotlán de mis Sueños la cual se encuentra montada en los corredores de la planta alta del Palacio Municipal de Zapopan.

Morales posee las mismas raíces étnicas de grandes pintores oaxaqueños como Rufino Tamayo, Francisco Toledo, Rodolfo Nieto y Maximino Javier, a los cuales alguien ha pretendido aglutinar como un grupo afín, pero que obviamente, fuera del paisanaje común, cada cual ha demostrado con su obra, ser dueño de su lenguaje propio e inconfundible.
Morales, sin duda un pintor nato de afilada sensibilidad, realizó estudios formales en San Carlos, viajó y vio mundo, asimiló doctas y benéficas influencias, tanto de los grandes maestros clásicos europeos, antiguos y modernos, como también de algunos exponentes de la Escuela Mexicana de Pintura en los que encontró conexiones formales, como María Izquierdo, Rodríguez Lozano y Julio Castellanos; sin embargo, a la hora de recrear su obra supo darle la apariencia, el colorido, la estructura y un significado individualista, regido por las modulaciones de su voz personal, con una entonación entre académica y rupestre y con la cual habría de producir, tal como se puede atisbar a través de la esta colección de serigrafías y litografías, su peculiar trazo, su imaginación y su colorido que se vuelcan sobre esa barroca y recargada imaginería, donde se apiñan personajes, rostros y figuras humanas, elementos del reino animal y vegetal, paisajes y lugares, símbolos y realidades, referencias y elucubraciones.

Así es como este pintor logra recrear en su etapa de madurez un contradictorio universo propio que sin apartarse de su raigambre étnica original, bascula entre lo lógica y lo absurdo, entre lo real y lo onírico, entre el recuerdo y la premonición, entre el símbolo y la expresión anímica, y que parece estar recreado siempre bajo un impulso incontenible y espontáneo, capaz de seducir a la mirada, intrigar a la razón, e instigar a la imaginación y sensibilidad de quien contempla su obra para que acepte el reto de descifrar sus ancestrales significados, su misteriosas simbologías y sus enigmático contenido abierto a la interpretación.
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