¿Qué pasó el 22 de abril de 1992 en Guadalajara?
Las explosiones del 22 de abril del 1992 son consideradas una de las tragedias colectivas más trágicas en la historia de nuestra ciudad
Días antes de la tragedia, los vecinos de Gante y las diversas colonias afectadas del Sector Reforma de Guadalajara habían reportado a las autoridades, de modo reiterativo, el fuerte olor a gasolina que emanaba de las alcantarillas y los drenajes. Era el anuncio evidente de lo que habría de acontecer una mañana de abril que no sería olvidada nunca. El agua misma que emanaba de los grifos de las casas, de uso cotidiano, estaba mezclada con gasolina. En ciertas secciones de los barrios afectados, un humo fétido y punzante rezumaba del sistema de alcantarillado.
Lo que en un principio fueron reclamos inconexos y de carácter aislado, de pronto se convirtieron en temores generalizados a lo largo y ancho de los casi diez kilómetros del sector Reforma, y el desasosiego comenzó a trepar en los corazones de la gente. Las autoridades respondieron con medidas precautorias simplistas cuyo propósito fue el de apaciguar los ánimos generales en lugar de buscar soluciones verdaderas. Nunca se tomaron en serio las constantes llamadas de advertencia, los reclamos repetitivos, las quejas innumerables, y hasta el último momento, e incluso después de la tragedia, se les dieron largas.
Las acciones que pudieron ser eficaces resultaron tardías: en Gante, donde el hedor era especialmente insoportable, un equipo de bomberos descendió a las alcantarillas y vació pipas de agua para dispersar los hidrocarburos acumulados en el drenaje. Inspeccionaron las entrañas de la zona sin calificar el exceso de solventes como un contratiempo auténtico, y consideraron el problema resuelto con el subterfugio de las aguas a presión.
22 de abril: la mañana trágica
El presidente municipal de Guadalajara, Enrique Dau Flores, dispuso que no era necesaria la evacuación de los habitantes de la zona, mientras éstos seguían llamando al Ayuntamiento, impasibles, para expresar sus temores pues el perfume de gasolina no hacía más que solidificarse en el viento. Las autoridades insistieron en que todo estaba bajo control, y con los mismos argumentos regresaron a la gente a sus hogares, asegurándoles que podían conciliar los sueños. Era la noche del 21 de abril de 1992. La zona metropolitana se fue a dormir sin ser consciente de que la muerte no hacía más que esperar, paciente, bajo sus calles.
La mañana del 22 de abril, las tapas de las alcantarillas comenzaron a botar del asfalto como corchos de champán. El concreto estaba hirviendo: era una olla a presión. Era una mañana cualquiera, y la gente hacía sus actividades diarias. Iban a las tiendas, a los mercados, tomaban los camiones, se alistaban para ir a trabajar. Era periodo vacacional, lo que en esas circunstancias fue providencial, pues no había niños en las escuelas. Y entonces pasó: a las 10:06, 10:09 de la mañana, en la esquina de la Calzada Independencia y Aldama, el suelo se sacudió desde adentro movido por una fuerza telúrica e irreversible. La calle por donde la gente caminaba estalló en mil pedazos de concreto y banqueta despedazada en un eructo de devastación.
Las horas del horror
Aquella primera explosión se dio una zona más bien económica, de comercio. A pocos kilómetros de distancia, y con escasos segundos de diferencia, ocurrió lo mismo en Gante y 20 de noviembre, donde el uso de suelo era exclusivamente habitacional. Era un barrio que apenas le daba la bienvenida al día. Unos instantes previos al estallido el pavimento comenzó a vibrar, y la gente alcanzó a pensar que estaba temblando, antes de que la atmósfera matutina se desgarrara hasta el horizonte del cielo con el estruendo terrible del mundo entero partiéndose por la mitad. Las banquetas, las calles enteras desaparecieron en géiseres consecutivos y en espirales descendentes de tierra y escombros, en un estallido encontrado que al mismo tiempo que trituraba al barrio por los aires, lo reclamaba de vuelta a sus entrañas. El humo, en marejada, se esparció por las calles circundantes a las que la gente ensangrentada corría despavorida.
En lugar de las avenidas de todos los días quedaron cañones de destrucción. Los postes de luz cayeron como centinelas humillados. Las fachadas de las casas se derribaron del mismo modo que fichas de dominó dejando visible la herrumbre de los cimientos; los vidrios estallaron con la onda expansiva y los árboles de décadas quedaron expuestos a raíz, arrancados de tajo de la tierra hirviente. Los automóviles, despedidos como misiles, terminaron en las azoteas y en las cocheras. Llovían, como meteoritos fatales, las piedras que salieron expulsadas del concreto tras las explosiones, acabando con más vidas. Y entre los escombros, entre los despojos de las casas derrumbadas que ya no brindaban cobijo, los gritos de pavor de la gente confundida, de la gente malherida, de la gente que quedó enterrada viva.
Guadalajara, en parálisis
La tercera explosión consecutiva sacudió Gante y Nicolás Bravo. Gante, en específico, quedó como zona de guerra. Nadie sabía dónde se daría el siguiente estallido, y todo mundo corría despavorido por las calles envueltas en nubes de polvo. La desesperación se apoderó de la gente. Las siguientes explosiones se dieron en González Gallo, Gante y Calzada del Ejército, 5 de Febrero y Río Bravo, Río Nilo y la colonia Atlas. Entre los estallidos hubo un espacio de pocos minutos, márgenes de pánico, que duraron eternidades. La ciudad se paralizó. El transporte público se vio sobrepasado con las hordas espantadas de ciudadanos que querían llegar a casa para asegurarse que todos en la familia estaban a salvo, y la población entera de la zona metropolitana salió a las calles, con los corazones desgarrados por el zarpazo del horror.
Un humo negro, que era de muerte, cubrió la zona del siniestro, y fue visible desde las distancias como un anuncio de mal agüero de que cualquier sitio podría ser el próximo. Ningún lugar era seguro. Las ambulancias, los camiones de bomberos y las patrullas hacían sonar las sirenas al unísono, confirmando una realidad de la que nadie quería ser parte pero de la que era imposible escapar. El ejército dispuso la medida obligatoria de cerrar los comercios de varios kilómetros a la redonda, sin excepción alguna, y movilizaban a los ciudadanos en carreras de horror.
En el medio del cataclismo, la gente se unió en un propósito común: el de ayudar. A pesar de la desesperación, el llanto y la muerte, la población se organizó para rescatar a los que seguían vivos y estaban enterrados bajo los escombros, para curar a los heridos, para identificar los cuerpos de los que se fueron, para que volvieran a rencontrarse los perdidos. La improvisada organización civil fue fundamental para las pocas vidas que pudieron ser salvadas. Finalmente las autoridades intervinieron, ya muchos días y horas muy tarde, pero tan sólo para empeorarlo todo. Ante la inminencia de la llegada del entonces presidente Salinas de Gortari, y para minimizar los alcances de un problema que no calcularon y se les salió de las manos, se dio la orden de carácter urgente de introducir maquinaria pesada en las zonas del siniestro, y así limpiar en medida de lo posible las calles abiertas a canal.
Se decidió detener la búsqueda de sobrevivientes transcurridas unas cuantas horas, pues se dictaminó que las vidas salvadas ya eran las suficientes, y que no se podía rescatar a nadie más.
El pésimo actuar de las autoridades
Los tractores se internaron entre los escombros del barrio donde los ciudadanos, hasta el último momento, seguían sacando gente enterrada, esperando a ser rescatada, y los vecinos y las personas que habían venido de todos lados a ayudar se opusieron a los avances brutos de la maquinaria, cuyos conductores no cedieron a ninguna razón distinta a la que les habían encomendado.La maquinaria barrió y aplanó las calles, las casas, los cuartos de los niños, los retratos familiares, la certeza y la memoria. Si había personas respirando todavía, aguardando a ser liberadas de sus prisiones de piedra, terminaron de matarlas. Extremidades humanas, cadáveres despedazados, gente que no alcanzó a ser salvada a causa de la ceguera de unos gobernantes sin alma, salía desmembrada junto con los escombros donde escarbaban y desenterraban los traxcavos.
El ejército cercó la zona, y se declaró estado de emergencia. Al amanecer siguiente, Guadalajara estaba cedida a la muerte. Pronto la situación se convirtió en una guerra política entre las autoridades en cargo, quienes se repartían las culpas. Las investigaciones apuntaron a que las entrañas del sector Reforma eran una cámara de gas. Las tomas clandestinas, las fugas imposibles de clasificar y los excedentes de hidrocarburos iban a dar al sistema de alcantarillado. Tuvieron que ver, además, el pésimo planeamiento urbano, la descuidada industrialización, las fábricas que a lo largo de años tiraron sus residuos a los drenajes, y que se acumularon en bombas de tiempo silenciosas e irreversibles. De manera indirecta, la construcción de la línea 2 del Tren Ligero también fue un factor que contribuyó a la acumulación de residuos, pues obstaculizó la lógica del alcantarillado.
Los muertos olvidados
Según los cálculos oficiales, los muertos no pasaban de doscientos veinte, número que cambiaba dependiendo el medio aunque sin alteraciones significativas, y la cantidad más exagerada no era de más de doscientos cincuenta fallecidos. Para la gente que vivió la desgracia en carne propia esto fue un descaro: doscientos veinte personas no eran siquiera la mitad de los habitantes en una sola cuadra. Había familias que murieron enteras, y la devastación abarcó varios barrios y colonias en una extensión de casi diez kilómetros. Se sacaban cadáveres de los escombros por montones, sin contar a los que se quedaron enterrados, ni a los que tan sólo se recuperaron en despojos.
En lo popular se hablaba de mil muertos y casi seiscientos desaparecidos. La presión era tan grande que, ocho días después de las explosiones, el 30 de abril, Cosío Vidaurri pidió una licencia temporal como gobernador del estado. Su decisión fue aceptada de forma casi unánime por el Congreso. Fue sustituido en su cargo por el diputado Carlos Rivera Aceves, también del PRI, quien lo relevó como gobernador interino, y quien no pudo controlar la embarcación recién cedida en las aguas turbulentas. Si bien los detractores de Vidaurri calificaban su gobierno de autoritario, fue Carlos Rivera Aceves quien llevó el autoritarismo a la práctica con sus medidas represivas contra los damnificados.
Los sobrevivientes, sin justicia
Meses después, los damnificados se plantaron en la Plaza de Armas en un acto de resistencia, pues decidieron continuar con una lucha independiente contraria a las condiciones establecidas por el gobierno. No obstante, fueron desalojados y vapuleados con brutalidad por la fuerza pública a la orden del gobernador sustituto Rivera Aceves, quien manejó las consecuencias de la crisis con una lógica de dictador. Eran personas a las que no les quedaba otra cosa en la vida más que luchar y exigir justicia por sus muertos, y que no tenían más techo que el de sus improvisadas casas de campaña.
Nunca se responsabilizó a nadie de este acto de violencia. La paranoia dejada por las explosiones dejó cicatrices profundas en la tranquilidad de los ciudadanos, en la cotidianidad que no volvió a ser la misma, y fueron recurrentes los desalojos intempestivos ante el más mínimo olor a gasolina, pues nada le aseguraba a nadie que estaban seguros, y ya no podían confiar más en un gobierno que pudo desalojar a miles de personas cuando hubo tiempo de hacerlo, y que en lugar de eso optó por la salida fácil al asegurar que todo estaba bajo control.
A la larga nunca hubo culpables verdaderos. Partidos opositores, en actos de lucro, enarbolaron la bandera de los damnificados e hicieron suya su causa como instrumento político. La reconstrucción de las zonas siniestradas fue como tapar una fuga de agua con los dedos. Pues las explosiones no sólo se llevaron vidas consigo: se llevaron una época, una identidad, un modo de vivir. No se llevaron a cabo planeaciones meticulosas ni se replanificó el espacio urbano bajo perspectivas que mejoraran el futuro. No se crearon medidas de prevención. Fue más fácil pasar aplanadoras y cubrir con concreto las calles abiertas a canal, y se le dio vuelta a la página en vez de lidiar a fondo con las consecuencias de la pesadilla.
Adiós a Gante, a las calles del barrio, al Sector Reforma
Guadalajara no volvió a ser la misma. A la memoria de los difuntos no quedó más que una estela, dispuesta en la plaza de San Sebastián de Analco, y que no les hace justicia a los fallecidos con sus rostros fantasmagóricos esculpidos en muecas de agonía. Es un testimonio que no da fe de la gente que sonrió, que vivió, que amó, y que murió en una mañana de abril que debió ser como cualquier otra, y que no obstante, trastocó el sentido del mundo.
El barrio se desmembró. Lo que antes fueron casas habitadas por familias enteras se convirtieron en baldíos, en talleres automotrices, en lugares de silencio y tardes pasmadas donde de pronto se enrareció la vida. Al porvenir se le marcó bajo un lucero de tristeza. Muchos vecinos, incapaces de lidiar con el pasado, decidieron marcharse porque ya era imposible que las calles cambiadas coincidieran con las de los recuerdos. En la esquina de Gante y Gabino Barreda quedó un baldío en cuyas cruces cristianas trepan hierbas del olvido. Hay también un muro donde se enlistan algunos de los nombres de los fallecidos, y una pintura de la virgen de Guadalupe: IN MEMORIAM. Pero es una lista incompleta, es una lista que no terminará de llenarse nunca, porque el conteo de los muertos y de los desaparecidos se escapó a la razón.
La gente se va. Las raíces más enterradas también se marchitan. Los recuerdos se modifican, se deforman, se tergiversan, pero no mueren. Y la gente de Gante todavía recuerda aquella mañana de abril de 1992, donde la vida nunca volvió a ser la misma.
Con información de UdeG, Gobierno de Jalisco, y el libro "Los decenios de Guadalajara" de Guillermo Gómez Sustaita
FS