México

Tren parlamentario

Mirar al principio

Lo que sucedió el jueves en la Cámara de Diputados, a propósito del nuevo reglamento, es un indicador de la gravedad de la confusión en que la institución camaral está inmersa, propiciada por la disputa férrea, hasta perruna diríase, que sostienen los partidos políticos por el control del Congreso mexicano; sobre todo ahora que se acercan tiempos electorales de gran importancia para la vida del país.

El Poder Legislativo tiene dos funciones esenciales, sobre las cuales está afincada toda su actividad y razón de existir: servir de contrapeso del Ejecutivo Federal y hacer leyes bajo el principio de que éstas tienen que beneficiar siempre a la mayoría de la población y a las minorías poblacionales, cuando a éstas se requiera acercarlas a lo que es justo y equitativo. O sea, justicia social a secas.

La función de control político ha sido objeto de múltiples debates a lo largo de los siglos.

Para muchos estudiosos del derecho parlamentario, esta función es la número uno, la primordial que tiene todo Congreso y todo Parlamento, y la que le da a éstos –el primero, contrapeso en el sistema de gobierno republicano; el segundo, contrapeso en los sistemas de gobierno parlamentario y semi parlamentario- sentido filosófico a sus naturalezas jurídicas.

Desde los tiempos del precursor de lo que después se definiría como el Parlamento, una asamblea constituida por representantes del pueblo que, en el siglo XII, la corona inglesa permitió que se formara para que le revisase gastos de guerra, el principio de rendición de cuentas dio sentido –naturaleza- a las asambleas representativas.

Este mismo principio predominó en la conformación del sistema de gobierno conocido como republicano, que Estados Unidos inauguraría en 1781 y que tuvo como un inspirador fundamental el barón de Montesquieu, quien en 1748  publicó un ensayo, ahora histórico, que tituló: “El Espíritu de las Leyes”.

Allí, Charles Louis de Secondat –nombre de ese pensador político francés conocido como el Barón de Montesquieu, éste uno de los puntales, por cierto, de aquel movimiento filosófico y político conocido como la Ilustración- plantea que el poder debe ser fraccionado para que él mismo pueda controlarse a sí mismo.

El hombre con poder tiende a abusar de quienes están a su alcance, fue uno de los argumentos que llevó a Secondat a plantear la división del poder. El sistema de gobierno republicano, que estrenaba Estados Unidos, apareció entonces con la división del poder en tercios: Ejecutivo, Legislativo y Judicial.  

Cada uno, con funciones y facultades encontradas de tal modo que entre ellos tendría que surgir una relación de búsqueda del equilibrio del ejercicio del poder público.

Cuando México nació como República en 1824, el equilibrio del poder pasó a segundo término, en paralelo, nació entonces una relación tormentosa entre la letra de la ley y la realidad, que persiste hoy en día.

El derecho positivo mexicano –ese conjunto de todas las leyes en todas las épocas de México, a partir de 1824- ha estado embroncado siempre con la realidad.

Y han dicho en los ámbitos de las universidades y en los territorios del Congreso en múltiples legislaturas que las leyes mexicanas suelen estar en el terreno de los deseos, y suelen ser traídas al México real, invocadas y aplicadas a la población o a los grupos que disputan el poder, según convenga a quienes, desde el poder, las han convertido en un inmarcesible instrumento de dominio.

Al  sistema jurídico actual, por estos días, ha sido incorporada una nueva ley, que, aunque en el tercer nivel en la jerarquización de las fuentes del derecho, ha causado, sin embargo, un gran escozor, porque habrá de incidir, sin duda, en la disputa de la toma de decisiones políticas de nuestros días. Se refiere uno al Reglamento de la Cámara de Diputados.

Es una ley del ámbito administrativo, como decía el jueves Porfirio Muñoz Ledo, que, sin embargo, lleva traslapado el criterio discrecional de poder ser utilizado –por un grupo reducido de diputados líderes de grupos parlamentarios- para establecer derechos u obligaciones para los miembros de la Cámara (los diputados federales) y organizar su régimen interno de modo distinto a la naturaleza jurídica del poder que funde como el contrapeso de quienes ejercen el poder.

En torno de ello está la disputa del jueves. PAN, PRI y PRD –los grupos mayormente beneficiados en este sistema de partidos que, por cierto, se jalonea hacia el bipartidismo, procurando alejarse del pluripartidismo continuaban ayer, viernes, criticando al PT por su toma de tribuna y por el relajo que causaron con una manta al PAN y al Presidente Felipe Calderón.  Pero, a la vez, hubo voces al interior del perredismo que advertían que el reglamento de marras –inconcluso: 90 artículos aún no son aprobados y permanecen bajo reserva- está bajo sospecha, porque al parecer será utilizado por las cúpulas del PRI, PAN y PRD para aplicarles la ley a sus enemigos, y, ¿por qué no?, la gracia porfiriana a ellos mismos.
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